Albert Boadella: «El Prado está vivo, el Reina Sofía es un paseo sobre la nada»
En 'Joven, no me cabree' el actor y director disecciona «el infantilismo progresista de la sociedad actual»

En la sociedad de los ofendiditos, ofendiditas y ofendidites la autocensura brilla por su presencia: si te sales del guion, el Santo Oficio te llama facha, te cancela o condena a la muerte civil.
Albert Boadella contempla el infantilismo progre brazos en jarra ... y con una mirada azul que no llega a gélida porque la tamiza la ironía del rebelde que no se anda con eufemismos. Acaba de publicar un libro que es una interjección encadenada por diálogos: 'Joven, no me cabree' (Ediciones B). En el prólogo, la díscola Cayetana Álvarez de Toledo califica la obra de «memorias encubiertas». En todo caso, memorias dialogadas con un joven universitario que en sucesivos encuentros evoluciona del infantilismo a una deseable madurez.
Para contrarrestar la sociedad del bienestar, que tacha cualquier disidencia de reaccionaria, el Maestro adereza con generosas dosis de vermú las collejas dialécticas al Aprendiz. Actualmente, le espeta al joven doctorando, «si critico o simplemente satirizo, uno de los muchos tabús que ha elaborado esta sociedad, me arriesgo a convertirme en enemigo público y a ser arrojado a las masas tuiteras y 'facebookeras' para mi linchamiento». En los últimos veinte años, concluye el Maestro, el descenso de libertad va aparejado al juicio popular de las redes sociales.
—Comencemos con el glosario de lo que Flaubert denominó «ideas recibidas». La creación, no del Génesis, de los creadores de la Cultura.
—Todo ha sido hecho en el pasado. Prefiero hablar de artesanía. Trabajar según la tradición y aportar algún signo especial.
«Cuando son pequeños a los hijos se les doma, no se les educa. La adolescencia nunca había sido tan larga como ahora»
—Juventud universitaria, como el Aprendiz de su libro.
—Es la generación de cristal. Lo ha tenido todo en casa y en la escuela, del parvulario a la universidad, donde no aprende nada que le sirva para ganarse la vida. Cuando son pequeños a los hijos se les doma, no se les educa. La adolescencia nunca había sido tan larga como ahora.
—¿Ni siquiera como trabajador de la Cultura?
—Eso desprende un tufo soviético que pone los pelos de punta. Yo no trabajo, entiendo mi oficio como un juego. A la interpretación los franceses le llaman «jouer» («jugar»), un verbo muy acertado.
—Ministerio de Cultura. Fumaroli lo cuestionaba. ¿Es necesario?
—Nunca me he llevado demasiado bien con el Estado: en su día rechacé un premio Nacional de Teatro. No he sido un mimado del Ministerio de Cultura. He actuado como una cuña en la madera: ocho años en un teatro público, el Canal, conozco la intervención del Estado en la cultura. Quienes hacemos teatro podemos llegar al público sin intermediarios: nuestra actividad es realmente barata. Cuando el Estado administra tu obra, que es una manifestación privada, la cosa se complica.
«Cuando la cultura depende del Estado hay censura encubierta»
—Diferencia entre Museo del Prado y Reina Sofía. Escribe que el segundo «es el tanatorio donde se expone la muerte del arte de nuestro tiempo y su putrefacción reciclada y orientada hacia una ladina organización financiera multimillonaria».
—Estamos ante la desaparición de la escultura y la pintura que conocíamos. El Prado está vivo y nos sigue impresionando. El Reina Sofía es un paseo sobre la nada. Quienes allí exponen sus 'instalaciones' pretenden sorprendernos con ocurrencias, en la línea del feísmo que padecemos desde la Segunda Guerra Mundial.
—Libertad de expresión para Valtónic y autos de fe o muerte civil para los transgresores de la corrección política progresista o independentista. Pensamos en los dramaturgos Lluís Pasqual y Joan Ollé, o en Plácido Domingo… También en usted, vetado en la Cataluña nacionalista.
—Valtónic no hace lo que hace a pelo sino porque cuenta con auditorios que le jalean: desde Sánchez al independentismo. De hecho, beneficia al poder. La muerte civil es otra consecuencia de la cultura de Estado. Estrené '¿Y si nos enamoramos de Scarpia?' en los Teatros del Canal, una de las obras de las que estoy más orgulloso por su belleza formal, inspirada en 'Tosca', y que satirizaba los excesos del machismo y el feminismo. No salió de Madrid porque nadie la contrató. Los contratadores tenían miedo de los concejales que les subvencionan. Eso de tocar el feminismo… Cuando la cultura depende del Estado hay censura encubierta.
—Progres, progresía, progresismo…
—Desde que sales del claustro materno ya progresas. En la España de la izquierda, 'progreso' es todo aquello que puede tocar las narices a quienes llaman 'fachas'. Todo sirve para joder a la derecha y con eso disfruta la progresía. Cuando la izquierda se queda sin sus utopías, sin las reivindicaciones de siempre, ha de inventar cosas nuevas que pasan de ser secundarias a prioritarias.
—Como la ideología de género, ecologismo, animalismo o, en Cataluña, la utopía disponible del independentismo.
—Exacto. La legislación equipara los animales con las personas. Si matas un gato, aunque esté enfermo, puedes cometer un delito. No estoy en contra de que la gente tenga mascotas para que les hagan compañía, pero sí de la entronización de la mascota. Es una vejación para los animales y un insulto hacia las personas.
—«El comunismo es la apología de la fealdad», proclama el Maestro de su libro.
—Ha de haber belleza hasta en un humilde retrete. La belleza marca el camino de lo ético. Lo que no es bello tiene muchas posibilidades de ser nocivo. Sin belleza el ser humano se rebaja.
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