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Crítica 'Almas en pena de Inisherin': Balada irlandesa a la amistad y el mal de islote

Una película que, vista de lejos, apenas parece contar algo más que una anécdota alargada, extremada, pero que, en su interior, deja oír el eco de las bombas, la sinrazón de la guerra (civil), o de la paz, la facilidad de abrir heridas y lo penoso de cauterizarlas

Brendan Gleeson y Colin Farrell
Oti Rodríguez Marchante

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Martin McDonagh es un dramaturgo y director inglés de origen irlandés y tiene demostrado un gran talento para manejar en sus historias la truculencia, la humanidad, ese aburrimiento cercano a la depresión, el sarcasmo trágico y los olores y sabores del ambiente. Todo eso, en mayores o menores dosis lo tenemos visto en sus títulos, ‘Escondidos en Brujas’, ‘Siete psicópatas’, ‘Tres anuncios en las afueras’ y, ahora, en estas almas en pena a las que mira, y comprende, su última película. Es evidente que sus actores favoritos para dirigirse a nosotros son Colin Farrell y Brendan Gleeson (presentes en varias) y que aquí le regalan una interpretación perfecta, matizadísima, para entender incluso lo ininteligible.

La historia ocurre en una isla frente a la costa oeste de Irlanda, Inisherin , tan ficticia y tan atiborrada de espíritu (tal vez, cliché) irlandés como el Innisfree de Ford, un lugar donde la rutina se mastica y la monotonía es un arte, y lo que se cuenta allí es una fractura, la amistad rota entre dos hombres porque uno descubre que el otro lo aburre solemnemente: lo que era camaradería, fraternidad, se convierte de un día para otro en un tedio insoportable. Pádraic (Farrell) aburre a Colm (Gleeson) y se forma entre ellos un grumo de melancolía y abatimiento que el guion, la cámara y la interpretación le dan forma entre pedazos de humor negro y drama conmovedor. Son personajes sencillos, simplones, rústicos, de tozudez cimarrona y de honradez cercana a lo absurdo, y tanto Farrell como Gleeson los convierten en generadores de sentimientos fortísimos y cercanos a lo shakespeariano, como el dolor espiritual por el desprecio o el dolor físico por el sacrificio para honrar la propia palabra (la mutilación como tarjeta de crédito de la palabra dada).

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Pero por encima de lo grueso de la anécdota está la necesidad de la película de construir esos estados de ánimo, o mejor, desánimo, como única vestimenta de vida, que se aprecia en la erosión de los dos personajes, pero también en los interpretados por Kerry Condon (la hermana de Pádraic) y el joven Barry Keoghan, que descifran ese mal de islote, esos síntomas de desagüe vital, esa necesidad de huir del día a día como sea. Los cuatro actores, por cierto, candidatos este año al Oscar de interpretación, protagonista y de reparto.

Está muy bien trabajada la atmósfera, los ambientes, el revoltillo de diálogos entre lo insustancial y lo esencial para que se oiga el lamento de esas almas… Una película que, vista de lejos, apenas parece contar algo más que una anécdota alargada, extremada, pero que, en su interior, deja oír el eco de las bombas, la sinrazón de la guerra (civil), o de la paz, la facilidad de abrir heridas y lo penoso de cauterizarlas. Inisherin es la contraportada de Innisfree, pero, claro, una es bruma y la otra era sol.

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