tribuna abierta

Viva la alegría

La alegría se entrena, como los abdominales, y la prioridad del sevillano siempre ha sido llegar al fitness del contento

Miguel Ángel Robles

Putin, Hamas, Gaza, Israel, la amnistía, Puigdemont… Cada día leemos noticias que nos conducen a la crispación y a la ira. O a la otra cara de la misma moneda: resignación y abulia. Necesitamos mucha alegría. Spinoza decía que toda tristeza es mala y el ... regocijo nunca es demasiado. Y Schopenhauer que la alegría es felicidad en cash. Cuando conocí a mi mujer me chocaba que se riera en público de forma tan ruidosa. Hoy es una de las cosas que más me gustan de ella. Siempre que ríe, una luz se enciende en mí. Sé que eso ha quedado rematadamente cursi, pero es la verdad sin aditivos. Soy un yonqui de su energía y entiendo bien a Séneca cuando dice que hay que huir de los tristes. Absolutamente. Tanto como rodearse de personas que nos redescubran cada día el privilegio de estar vivos.

Firmo habitualmente con mi apellido paterno, porque siempre me ha resultado pretencioso hacerlo con los dos. Pero me siento igualmente unido a ambos. Los Gómez, mi familia materna, siempre personificaron para mí la alegría pura de vivir. El recuerdo de mis tíos es el de practicantes entusiastas del convivium, que es como los romanos llamaban a la comida en torno a una mesa. Una noción, esa del convivium, muy bien tirada (como la cerveza del Tremendo), porque lo que hacemos (com)bebiendo es vivir en común y compartir la alegría. Es imposible separar la amistad del placer, decía Epicúreo, y de eso sabe mucho esta ciudad, que es esencialmente epicúrea, y concede tanta importancia al convivium que lo ha extendido al espacio público, socializándolo y elevándolo a bien común.

La alegría se entrena, como los abdominales, y la prioridad del sevillano siempre ha sido llegar al fitness del contento. Quizás no nos haga vivir más años, pero, como diría mi querido Paco Ortiz, a quién le importa una vida más larga cuando se puede tener más ancha. El padre de mi compañero de la infancia Pablo, que murió hace unos días, tuvo las dos cosas: una vida larga y ancha. Y mi amigo me recordaba emocionado en el tanatorio que, a pesar de haber alcanzado los 91 años, su padre nunca pensaba en la muerte. Toda su energía se concentraba en el goce cotidiano de vivir, y cuando se le cuestionaba por el fin, decía que cómo le iba a preocupar, si era la puerta para reencontrarse con su mujer. Unía a su epicureísmo la convicción cristiana en la inmortalidad del alma, que, para mí, es el ingrediente que le falta al epicureísmo para ser más definitivamente epicúreo. Cicerón lo explica mejor que yo: «Y si me equivocara en esto, en creer que las almas de los hombres son inmortales, prefiero equivocarme, antes que salir de este error en el que me deleito mientras vivo». Efectivamente, la vida aparece mucho más soleada cuando se descarta un cierre en negro.

Desde la alegría, el conflicto resulta tan improbable como un mediodía del sábado sin su cervecita. Quien disfruta del placer de la vida, tiene tan pocas ganarse de enredarse en una pelea, como de quedarse amargado en casa. Además de recomendar inmoderadamente la alegría, Spinoza aconsejaba la huida valiente. En eso también me declaro fan absoluto del pensador holandés. Hay que evitar toda colisión estúpida tanto como el contacto con los tristes. Cada bronca innecesaria es un cargo absurdo en la cuenta corriente de la felicidad. Una pérdida estéril de efectivo, y, por eso, al sevillano auténtico la única fricción que le interesa es la del pique, que no es choque, sino guasa, o, más bien choque sólo para la guasa: otro pretexto más para el convivium, la famosa dualidad, que aquí nunca es polarización, sino dos extremos que se atraen, rivalidad amistosa, cariño disfrazado de ofensa, «hideputa el cabrón» como elogio definitivo, en suma, más alegría y más cash de pura felicidad.

Y tan improbable como llegar desde el jolgorio a la hostilidad es desembocar en la apatía. La alegría no es solo contagiosa sino que es productiva. Estar alegres es tener ganas de hacer cosas. Con más de cincuenta en la mochila, soy muy consciente de haber doblado la curva. O como decimos aquí, de haberle dado la vuelta al jamón. Pero no me siento de vuelta ni quiero estarlo. Quiero llegar al final como el padre de Pablo. Como mi padre. Contento y haciendo cosas. Jubilado (de júbilo) cuando toque. Y hasta entonces, hambriento, insaciable, ilusionado como Pérez Valencia cuando dice que a los 55 años sigue enfrentándose a cada lienzo en blanco como si lo esperara el MOMA. Esta es la actitud. La alegría es motivación, conatus, es deseo de ser y de seguir siendo, y de ser cada día un poco más imperfectamente perfecto. Que todo el mundo lo sepa: mi mejor artículo está aún por escribir. Y si no lo está, me remito a lo de Cicerón sobre Dios: tal vez sea una ilusión, pero, como me place, ¡que nadie me saque de ella! A Pérez Valencia le dije una vez que vivía en las nubes, y él me replicó: ¡es que en las nubes se vive tan a gusto!

Pensándolo bien, la alegría no es sólo la moneda en efectivo de la felicidad, sino que es además una inversión muy rentable. Un dinero que nunca se gasta y que te devuelve estupendos intereses sin tener que dejarlo inmovilizado en un depósito. Porque la alegría, como en realidad el amor, no se rompe de tanto usarla, sino al revés. Por mucho que lo cantara Rocío Jurado o ahora Rosalía. En fin, corto y cierro, que llevo ya casi mil palabras para decir una sola cosa: ¡viva la alegría!

SOBRE EL AUTOR
MIGUEL ÁNGEL ROBLES

Periodista y consultor de Comunicación

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