tribuna abierta

La soledad no deseada del jefe

La filosofía de vida que ha instaurado la «happycracia» es la de hacer como si aquí no pasara nada

Francisco J. Fernández Romero

IMAGINO que algún lector habrá escuchado hablar de la «happycracia». La expresión pertenece a Edgar Cabanas y Eva Yllouz. Ambos supieron dar cuenta de que se ha instalado en la sociedad una especie de pseudo-felicidad obligatoria que nos aboca a tener que estar permanente ... de buen humor. Aunque no coincido con todas sus conclusiones, me parece que estos autores supieron ver muy bien esa suerte de presión social que todos sufrimos para no abandonar nunca la sonrisa ni el optimismo: ni siquiera en los momentos de mayor tensión o de dificultades.

La filosofía de vida que ha instaurado la «happycracia» es la de hacer como si aquí no pasara nada. Cuando hay motivos para estar crispado, permanecer relajado. Cuando hay motivos para estar tristes, sonreír a toda costa. Cuando hay motivos para estar enfadado, aparecer con buen humor. Y algo de positivo, sin duda, hay en ello. Porque, efectivamente, sobrellevar el mal tiempo con buena cara es gesto de grandeza. Y quien es capaz de soportar con una sonrisa las adversidades revela una cierta elevación de espíritu. Pero una condición es fundamental para ello: que no dejen de afrontarse los problemas. Si lo que implica el optimismo es mirar hacia otro lado, entonces se trata de un falso optimismo.

Todo esto lo digo porque detecto que una especie de «happycracia» se ha instalado en la empresa, pero no para ayudar a enfrentar de forma positiva los problemas, sino para huir de ellos y evitar el conflicto a toda costa. La oficina convertida en los mundos de Yupi. La infantilización del management. Nadie corrige, nadie advierte, nadie afronta el conflicto y la dificultad. Todo son sonrisas, pero no reales, sino disimuladas para evitar el tema que nadie quiere afrontar. Vamos a evitar problemas, que estamos de paso. Jiji, jaja, y, aquí, paz y, después, gloria.

La cultura de la «happycracia» impone la incultura del «todo está bien», que es falaz, porque si nada está mal, nada tampoco estaría bien, y el mercado y la realidad de la vida lo desmienten. La excelencia se alcanza sólo con la mejora. La mejora se alcanza con la corrección. Y la corrección con la consciencia de que algo se hizo mal. El rotulador rojo hace falta en el aula y también en la empresa, porque nadie es perfecto y todos los días se aprende. Corregir y revisar es tan necesario como alentar.

La gran soledad del jefe es tener que ser la excepción del «buenrollismo» obligatorio. La «happycracia» descarta la corrección porque descarta el conflicto e instaura el falso compañerismo del «no vamos a molestarnos». Los niveles en el organigrama se disuelven, los mandos intermedios dejan de hacer de filtro, el que está al lado piensa que no es su problema y el que está arriba mira al siguiente nivel superior, y así hasta llegar al primer escalón del organigrama: que corrijan los que están allí que para eso cobran. El compañerismo es malentendido como palmadita en la espalda al que lo hace bien y también al que lo hace mal. Liderar es hacer de coach y que nadie se sienta desgraciado por una reprimenda.

De lo que se trata, sobre todo, es de evitar el conflicto. El conflicto con el compañero, pero también con el proveedor o el cliente. No contradecir, no responder, no afrontar, hacerse el sueco siempre que sea necesario. En la supuesta era del compromiso, nada es, sin embargo, menos comprometido que esa sonrisa insincera que le ríe las gracias al error, y a la impuntualidad, y a la entrega tarde de las tareas, y a la falta de excelencia en la ejecución de un trabajo.

Huir del conflicto no es resolverlo sino agravarlo. A la dificultad hay que enfrentarse, y si es con una sonrisa mejor, pero huir de ella con una sonrisa es peor que afrontarla con una mueca de disgusto. De los problemas sólo se sale resolviéndolos, no haciendo como si no existieran. La firmeza en la corrección no es incompatible con el respeto.

Tampoco lo es con la motivación. En la «happycracia» nos hemos vuelto de cristal. Si alguien nos llama al orden, nos rompemos. La fragilidad es nuestra naturaleza. Pero ser de cristal es ser inerte. Sólo la corrección es estimulante. Nadie puede motivarse con un jefe al que nada le parece ni bien ni mal sino todo lo contrario. La felicitación sólo adquiere valor cuando quien la concede es capaz de mostrar disgusto.

Gestionar es gestionar el conflicto con el compañero y con el cliente, no escalar el conflicto y dejar que el jefe lo haga por ti. Mostrar compromiso con la empresa es evitarle al jefe el tipo de decisiones incómodas que tú sabes que deberías tomar tú. Y que no tomas no porque no tengas competencias para hacerlo, sino porque es más cómodo escurrir el bulto, y aquí todos amigos. La verdadera amistad es, además, otra cosa. Un verdadero amigo, como un verdadero compañero, no digamos si tiene responsabilidad sobre ti, es el que aconseja y dice las cosas como son. «Un buen amigo amonesta abiertamente e incluso agriamente si hace falta», dice Cicerón, que añade que «el disimulo es nocivo en cualquier situación, pues elimina la verdad y la adultera, y repugna especialmente a la amistad».

La cultura de la «happycracia» obligatoria en la empresa es la de la máscara y la falta de autenticidad. Nadie está más solo en la empresa del «todo está bien» que el jefe excepcional que se atreve a decir «esto está mal». La suya es, sin duda, también, una soledad no deseada.

SOBRE EL AUTOR
FRANCISCO J. FERNÁNDEZ ROMERO

Abogado y doctor en Derecho

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