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María Jiménez, diva del feminismo flamenco

Ha hecho todo lo posible por cumplir su propio presagio

Alberto García Reyes

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Ha hecho todo lo posible por cumplir su propio presagio. Cuando María la Pipa rompió los escenarios a finales de los setenta con su primera rumba sonada, estaba confesándose a pecho descubierto: «Se acabó porque yo me lo propuse». Se acabó. María Jiménez Gallego, la ... gran diva feminista del flamenco, ha muerto. Porque ella se lo había propuesto. Se dejó la vida en los labios, harta de cantar con el eco en las ingles, en aquella infancia trianera de cuartos de cabales y de aficionados al zigzag de sus caderas antes que al cante. De aquella Sevilla crápula de los sesenta nació en ella su constante insurgencia, su insolente rebeldía, su música de jarrón hecho añicos contra una pared. María aprendió primero a ganarse la vida cantando y luego aprendió también a desahogarse. Cantaba porque le dolía la memoria. Para aliviarse. O mejor dicho: para liberarse. La Jiménez venía de una familia humilde, un buscavidas de Nerva, provincia de Huelva, y una currante de la Pedrosa, provincia de Cádiz. Traía el avenate gitano guardado en algún rincón de sus huesos por herencia directa de su abuela. Y vino a ver la luz junto al río Grande de Sevilla, en la calle Betis, en la orilla jonda. Desde niña mostró sus credenciales: se entonaba bien, se bailaba bien, se presentaba mejor. Se comía el mundo sobre las tablas. Lo devoraba todo con la mirada. Y encima tenía el aire de Bambino, otro loco revolucionario de Utrera que metía cualquier letra por bulerías y que aprovechó su irrupción innovadora para reivindicar por derecho sus tormentos. A eso se agarró María con todas las de la ley y empezó a cantar letras que ninguna mujer se atrevía siquiera a pensar entonces. Hizo música de sábanas húmedas, de noches eternas, de amores por horas. Exclamó su libertad siguiendo la escuela de otra flamenca pionera en la lucha feminista, la Niña de los Peines, y puso todo el cante al servicio de una causa que ella nunca defendió por dinero, sino por deseo.

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