María Jiménez, diva del feminismo flamenco
Ha hecho todo lo posible por cumplir su propio presagio
Ha hecho todo lo posible por cumplir su propio presagio. Cuando María la Pipa rompió los escenarios a finales de los setenta con su primera rumba sonada, estaba confesándose a pecho descubierto: «Se acabó porque yo me lo propuse». Se acabó. María Jiménez Gallego, la ... gran diva feminista del flamenco, ha muerto. Porque ella se lo había propuesto. Se dejó la vida en los labios, harta de cantar con el eco en las ingles, en aquella infancia trianera de cuartos de cabales y de aficionados al zigzag de sus caderas antes que al cante. De aquella Sevilla crápula de los sesenta nació en ella su constante insurgencia, su insolente rebeldía, su música de jarrón hecho añicos contra una pared. María aprendió primero a ganarse la vida cantando y luego aprendió también a desahogarse. Cantaba porque le dolía la memoria. Para aliviarse. O mejor dicho: para liberarse. La Jiménez venía de una familia humilde, un buscavidas de Nerva, provincia de Huelva, y una currante de la Pedrosa, provincia de Cádiz. Traía el avenate gitano guardado en algún rincón de sus huesos por herencia directa de su abuela. Y vino a ver la luz junto al río Grande de Sevilla, en la calle Betis, en la orilla jonda. Desde niña mostró sus credenciales: se entonaba bien, se bailaba bien, se presentaba mejor. Se comía el mundo sobre las tablas. Lo devoraba todo con la mirada. Y encima tenía el aire de Bambino, otro loco revolucionario de Utrera que metía cualquier letra por bulerías y que aprovechó su irrupción innovadora para reivindicar por derecho sus tormentos. A eso se agarró María con todas las de la ley y empezó a cantar letras que ninguna mujer se atrevía siquiera a pensar entonces. Hizo música de sábanas húmedas, de noches eternas, de amores por horas. Exclamó su libertad siguiendo la escuela de otra flamenca pionera en la lucha feminista, la Niña de los Peines, y puso todo el cante al servicio de una causa que ella nunca defendió por dinero, sino por deseo.
Y ahora, sin embargo, su verso de libertad más sonoro le ha hecho daño. Se acabó. Ya ha dejado tallada la melodía de su muerte y su piel se quedó vacía y sola desahuciada en el olvido. Lejos quedan ya las travesuras con Gonzalo García Pelayo en su primer disco, las canciones que le compuso Paco Cepero, las conversaciones en la calle vacía con el guitarrista Rafael Riqueni, sus memorias escritas a hurtadillas por Rafael González Serna después de mil confesiones inconfesables, las humaredas con letra de José Ruiz Venegas, las versiones de Silvio Rodríguez, Amancio Prada o Joaquín Sabina traducidas al flamenco… Lejos queda ya la muerte trágica de su hija, las historias dulces y las amargas de su matrimonio con Pepe Sancho, las cavilaciones de su queja mítica, «Lucharé», en la que puso todas sus cartas boca arriba: «Todos le llaman delito / a nuestra forma de amar»… Ahí esbozó María Jiménez su grandeza artística, que no sólo consistía en su don para cantar, sino en su capacidad para desgarrar. Cuando se cambió el nombre artístico y dejó de ser «la Pipa» que había puesto a salivar a todos los tugurios de Sevilla, la Jiménez entonó el catón de su estilo con una letra que ahora ya nadie recuerda: «Cada cual con su conciencia, / la ley, la propia verdad, / yo no acepto penitencia, / penitencia sin pecar». Su pecado fue su virtud: vivir sin complejos, sin ataduras, sin dueño. Amar a quemarropa. Cantar con el útero. A María Jiménez no se le recordará por haber hecho 18 discos, ni por sus andanzas televisivas, ni por sus intimidades oreadas al sol de las azoteas. Se le recordará porque cualquiera que la haya escuchado sabe que cantaba para sobrevivir. Que metió a compás todo su drama sin la menor dramaturgia. Que todo en ella era verdad, pureza. Que todo en ella era salvaje, natural. Y que esa belleza innata vale mucho más que la que se consigue. María Jiménez incluso emprendió el camino contrario. Se afeó adrede. Huyó de la cárcel de su cuerpo para poder gritar con plumas que era más mujer que nadie.
Y después de gemir en camas vacías, de darse golpes en el pecho mientras mostraba el precipicio de sus carnes y de comprobar que «aprobó el Parlamento Europeo una ley a favor de abolir el deseo», se ha cantado sus canciones al oído. Este 7 de septiembre , María, «el diario no hablaba de ti». Hoy sí. «Hoy dice el periódico que ha muerto una mujer». Y la guitarra de Riqueni está haciéndole el remate a su baile final. «Se acabó porque yo me lo propuse». Lo ha logrado. María Jiménez ha cumplido su vaticinio y ahora, rota de amar con la voz, anda camino del amor de su vida, su hija, tarareando su eternidad: «Y ahora ya mi mundo es otro»…
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