LA TERCERA
La cruel dictadora
«Puede que la moda sea Venezuela, pero no por menos visible es más benigna la dictadura en Nicaragua, ni menos grave la opresión ni menos tétrico el panorama. El camino lo han pavimentado para que Rosario Murillo se consagre como la más longeva y cruel de las dictadoras»
Trump y los hispanos
Elogio de la lectura
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Se la ha subestimado, sin duda. Tal vez por su apariencia, su maquillaje desaliñado, el exceso de collares, pulseras y sus treinta y tantos anillos en los dedos. O quizá porque no fue comandante guerrillera lleva la desmesura a flor de piel, es charlatana con ... una verborrea difícil de digerir, le llaman loca y hasta se duda del secretariado ejecutivo que, según dice, realizó en Suiza cuando era adolescente. Pero se olvida que en su reino realizó los cursos más prolongados de crueldad, persistencia, ambición y manipulación, con infinita paciencia. Una sola medida puede arrojar luces de su larga sumisión y resistencia a la espera de la oportunidad de imponerse. Cuando los jóvenes oficiales Hugo Chávez Frías y Raúl Baduel, entre otros, prometían en 1982 «romper las cadenas que sometían al pueblo», bajo el centenario árbol del samán de Güere en Venezuela, Rosario Murillo cumplía 13 años en el Frente Sandinista de Liberación Nacional. Ya fuera como militante rasa, como mujer o secretaria de Daniel Ortega –quien fungía como coordinador de la junta de gobierno al triunfo de la revolución, desde julio de 1979– o como aprendiz de las disputas encarnizadas por el poder. Como aquella con el poeta y sacerdote Ernesto Cardenal.
Pero esos eran apenas sus comienzos. Tendría que soportar incalculables afrentas antes de abandonar cualquier escrúpulo –si es que alguna vez los tuvo– para convertirse, en 2007, en una mujer todopoderosa y peligrosa; en una suerte de primera ministra y luego en vicepresidenta de Nicaragua desde 2017. Y, desde este mismo febrero por arte de magia de una reforma constitucional –con una Asamblea Nacional arrodillada ante el desenfreno de la ambición de poder–, Murillo fue aupada como copresidenta del país.
El recorrido es también la efigie o el colmo de la picaresca nicaragüense y latinoamericana, porque, para llegar allí, aguantó el desamparo en sus peleas con media revolución, y que la trataran como la 'querida' en un mundillo de indescifrables manías sexuales, como una más de la caravana de su marido. De tal calibre era el asunto que, en un viaje oficial a Argelia, tuvo que discutir con los botones del hotel y funcionarios de protocolo, pues se negaban a subir sus maletas a la suite del comandante Ortega. Les tuvo que gritar «¡je suis la femme du commandant!» para que le hicieran caso. Pero ahí no terminaría el azote. El propio Ortega la apartó de su campaña presidencial de 1989-1990.
Así que invertir la ecuación de ser nada sin Daniel Ortega a relanzar a su marido después de la derrota electoral de 1990, a colocarse como la figura –la protagonista de la represión abierta– exige, como mínimo, astucia, ambición desmedida y brutalidad. Máxime si el principal tributario de sus deseos es un matón, comandante de una sangría durante más de cuarenta años, de un total 62 desde que ingresó a la guerrilla, que puede lucir opacado, lento, con cara de palo, pero que es un sobreviviente, como ninguno, hasta de la pudrición y los vejámenes de la cárcel. Sí, porque, a pesar de lo infausto que resulte, Daniel Ortega es uno de los más importantes y omnipresentes personajes de la historia de Nicaragua.
De tal suerte que, aunque la comidilla del despotismo sea Venezuela, ahí está Rosario Murillo, la nueva sombra negra del poder en posición de ser la dictadora contemporánea más longeva. Todo un regalo de la herencia comunista, de los vestigios del castroprogresismo latinoamericano. No es cualquier título, tratándose del rol más machista del mundo, y de una mujer que, óigase bien, alumbró diez hijos, con uno fallecido.
La arquitecta silente supo aprovechar las inseguridades de Ortega después del infarto que sufrió en 1994, el lupus que le tratan en Cuba y la acusación de sistemática violación que en 1998 le hiciera Zoilamérica Nárvaez Murillo, su hija adoptiva. Un tema inescrutable, hasta por las mismas disipaciones familiares. En cualquier caso, ahí estaba ella, la «eternamente leal», para declarar loca a su hija y respaldar a su marido. Hasta hizo escuela en las supuestas privaciones del poder presidencial después de 1990. Tanto que le recordó a Ortega sus fracasos políticos, le cuestionó el mundo de amigotes, le gestó una nueva imagen al caudillo y se erigió en una de las artífices de su regreso a la presidencia en 2007. Un fecundo interregno en el que los Ortega Murillo comenzaron la construcción de un emporio que hoy se tasa en no menos de 5.000 millones de dólares, con negocios que controlan sus hijos, nueras, exnueras, y cuyo principal operador es el vástago Rafael Ortega Murillo.
Pero habrían también de coludirse con la corrupción del presidente Arnoldo Alemán en 2000, y luego en 2007, para garantizar reformas constitucionales que permitieran el reparto y control sin fisuras de las entidades del Estado. En ese itinerario de regreso al poder era menester pactar, igualmente, con sus némesis en la clase empresarial o la Iglesia católica. No es solo entonces que se le acuse de haber dado la orden de 'ir con todo' contra los manifestantes que emergieron aquel 18 de abril de 2018 y que se cobró la vida de más de 400 personas. Es que Murillo es obsesiva sin medida y, con todo el aparato del Estado a sus pies, se convirtió en la presidenta de facto y en la voz omnipresente a través del conglomerado de medios oficialistas.
Una de sus tantas muestras la dio recientemente cuando purgó a la sombra protectora de su marido durante décadas, el comisionado de la Policía Marcos Alberto Acuña Avilés, alias 'el Mapache'. Uno de los malvados señalados de cometer crímenes de lesa humanidad durante la represión de 2018, con dedicación total a él y no a ella y que terminó en la cárcel, degradado y sin pensión. No podía salir airoso después de una discusión con Murillo, ni valerse de los secretos porque el régimen funciona como una mafia. Así que puede que la moda sea Venezuela, pero no por menos visible es más benigna la dictadura en Nicaragua, menos grave la opresión ni menos tétrico el panorama. El camino lo han pavimentado para que Murillo se consagre en los libros de historia como la más longeva y cruel de las dictadoras.
Son las paradojas de la historia. Llegaron al poder con la promesa de «liberar al pueblo», denunciando la dictadura de Somoza; lo derrotaron a balazos, para luego instalar (también a balazos) una dictadura igual o más desastrosa. Ahí está el testimonio de quienes glorificaron la revolución sandinista, sin escatimar los miles de muertos inocentes que dejaban a su paso. Y hoy, con idénticos mitos y el más acendrado culto a la personalidad, los matan a ellos, los hacen desaparecer, los encarcelan, los proscriben o los despojan de nacionalidad.
Por eso, he aquí una observación al libro de Sergio Ramírez, 'Adiós muchachos', cuando dice que «la revolución no trajo la justicia anhelada para los oprimidos, pero dejó como su mejor fruto la democracia, sellada en 1990». Ahí, ni «del ahogao el sombrero». En realidad, el intento de democracia fue resultado de la hecatombe del comunismo y la URSS, que ya no podía subsidiarlos, y de la presión también de la Contra nicaragüense. La moraleja es que, mientras no haya sinceridad de las carencias y la historia latinoamericana, es muy probable que se sigan cosechando crueles dictaduras y dictadoras.
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