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La Tercera

Feminismo y poder según Guterres

La movilización de los agraviados logra instalar un tema en la opinión pública, pero el cambio institucional requiere una base amplia de sustentación

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Nieto

Héctor Schamis

«En todo el mundo, una feroz reacción contra los derechos de las mujeres y las niñas está cobrando fuerza, despojando a las mujeres de sus derechos, desandando el progreso y haciendo que los líderes dejen caer la igualdad como una piedra. Mi advertencia a los líderes de toda clase es simple: no sacrifiquen la igualdad por una falsa conveniencia. No olvidemos nunca que la desigualdad es una cuestión de poder. Todavía vivimos en un mundo dominado por los hombres con una cultura dominada por los hombres. Y el poder nunca se concede, hay que tomarlo. Juntos, debemos conquistarlo».

El extracto es del secretario general de Naciones Unidas del pasado 11 de marzo en Nueva York en ocasión de la 69 sesión de la Comisión de la Condición Jurídica y Social de la Mujer (CSW por sus siglas en inglés). Como cada marzo, dicha sesión fue parte de las celebraciones del 'Mes de la Historia de la Mujer'. Son palabras importantes dado el cargo de quien las pronuncia. Sugieren una estrategia para avanzar hacia la igualdad de género, junto a una suerte de teoría del poder. En ambos aspectos expresan ambigüedad, sin embargo, y con ello reflejan inconsistencias importantes de la agenda feminista. De ahí estas reflexiones.

En tanto sean solamente 14 los países en el mundo en los cuales las mujeres gozan del cien por ciento de los derechos de los hombres –14 sobre 190, son datos del Banco Mundial– afirmar que el mundo y la cultura están dominados por los hombres resulta una verdad de Perogrullo. La repetimos 'ad nausean', pero no conversamos lo suficiente sobre el mejor camino para lograr que esos 14 casos aumenten. Ello aun a sabiendas de que es improbable que lleguen a ser 190 dada la existencia de sociedades y culturas que lo impiden; por ejemplo, el islam. Por cierto, abordar las diferencias entre regiones y países es más necesario que la utopía de la toma del poder.

El razonamiento de Guterres es análogo a la proposición «el mundo está dominado por la burguesía con una cultura dominada por la burguesía». Sin duda que es así, pues en este ámbito la desigualdad también es una cuestión de poder; el poder que otorga la propiedad privada sobre los medios de producción. Si en el caso de las relaciones de género la institución que las gobierna es llamada «patriarcado», en las relaciones entre clases sociales la llamamos «capitalismo».

Siguiendo con la analogía, así como existen propuestas de eliminar el patriarcado –llamémoslas aquí «feminismo radical»– también hay planteos en favor de abolir el capitalismo –llamémoslos «marxismo-leninismo»–. Ambos ven en las contradicciones –de género o de clase– el motor del cambio social, la manera de alcanzar la disolución de dichas instituciones represivas; es decir, el camino hacia la toma del poder para alcanzar la plena igualdad. «Pues el poder nunca se concede, hay que tomarlo», Guterres dixit. El paralelo con el pensamiento socialista ortodoxo resulta en este sentido revelador.

Es que el feminismo y el marxismo poseen un cierto aire de familia. Fue Engels, de hecho, quien le prestó atención a las desigualdades de género. En su lectura, la transición a la sociedad agrícola y la propiedad privada fue acompañada por el paso del matriarcado primordial a un patriarcado represivo. Veía la opresión de género como el resultado de relaciones sociales ancladas en el régimen de propiedad privada, régimen que incluía a la mujer como mercancía. Con lo cual, la explotación de la mujer por el hombre es derivada de la explotación del proletario por el burgués. La sociedad sin clases resolvería ambos conflictos de manera simultánea.

Lo cual no ocurrió, ni mucho menos. La corrección surgió dentro del propio pensamiento socialista, el eurocomunismo de los años setenta. Liderado por el PC italiano y el francés, dicho movimiento produjo un giro copernicano en la teoría marxista. Consecuencia directa de la invasión a Checoslovaquia en 1968, allí surgió la crítica más poderosa al socialismo realmente existente, denunciando al modelo soviético, rompiendo con Moscú y abrazando el reformismo parlamentario. En la práctica, se convirtieron en partidarios del capitalismo democrático.

Así, el cambio social y la emancipación proletaria ocurrirían por la vía del progreso y la agregación de identidades y valores diversos. La concepción de suma cero se convirtió en un juego de suma positiva, organizado a través de las instituciones de la democracia. Es que cuando la política suma cero –sea entre partidos, clases sociales, grupos étnicos o géneros– es difícil que contribuya a la democracia. Cuando la estrategia de los actores suma cero, se garantiza el empate y con ello el puro conflicto; el cambio social se trunca. El paralelo porque hay lecciones para el feminismo en el eurocomunismo de los años setenta.

Guterres soslaya que en democracia el poder sí supone una concesión; de hecho, el derrotado reconoce, concede y felicita al vencedor. En democracia el poder no se conquista, el soberano lo concede con su voto. Existe un marco institucional que legitima la concesión de ese poder, limitado en el tiempo tanto como en su alcance. Si en el caso de las relaciones de género, la institución que las gobierna se llama «patriarcado» y en las relaciones entre clases sociales se llama «capitalismo», en la democracia se llama «Estado constitucional» y contiene a todos y todas, iguales ante la ley. No hay igualdad más fundamental que ser iguales ante la norma jurídica.

Ocurre que el sesgo identitario radical de hoy no robustece la agenda feminista, deriva en una cultura de secta. Dicha cultura también genera actitudes defensivas ya que, con frecuencia, se expresa en un discurso 'ad hominem' (contra los hombres, literalmente). Ello impide la articulación de un movimiento social amplio y plural, con capacidad de convocar más allá de su clientela natural, condición necesaria para construir coaliciones reformistas exitosas.

El feminismo es cosa de hombres, pues ninguna agenda feminista-progresista –igualdad material (igual ingreso por igual tarea) y formal (igualdad ante la ley), reconocimiento social y autonomía– prospera excluyendo a la mitad de la sociedad. Todo movimiento de cambio social exitoso es fundamentalmente una gran coalición. La movilización de los agraviados logra instalar un tema en la deliberación pública, pero el cambio institucional requiere una base amplia de sustentación.

Piénsese. La lucha por la igualdad racial en Estados Unidos, los noventa años que van desde la terminación de Guerra Civil hasta el fin de Jim Crow y la segregación, contó con el apoyo de la élite blanca del nordeste, primero Republicana y luego Demócrata. El Estado de bienestar, basado en la movilización de los sindicatos, se construyó con el acuerdo de conservadores ilustrados y la burguesía, si no es que fue iniciado por ellos; por ejemplo, en la Alemania de Bismarck y en el Uruguay de Battle y Ordóñez.

Y finalmente una obviedad histórica y lógica: ¿quién si no los hombres legislaron el voto de la mujer? La construcción de ciudadanía es un juego de suma positiva o no es. El feminismo es ciudadanía, por ello necesita constitucionalismo liberal y democracia, no la toma del poder. Y también necesita hombres, no la estigmatización de los hombres.

SOBRE EL AUTOR
Héctor Schamis

es profesor de Georgetown y analista internacional

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