Editorial
Enchufismo sistémico
El caso de Jessica Rodríguez y el resto de contratadas por Tragsa revela el uso y el abuso del sector público, el mismo que el Gobierno trata de revalorizar frente a la iniciativa privada
La confesión de Jessica Rodríguez, que reconoció en el Tribunal Supremo el fraude del que se benefició como empleada pública, enchufada y asalariada sin necesidad de trabajar, no es más que la punta del iceberg del programa de contrataciones arbitrarias que articuló Adif, organismo dependiente de José Luis Ábalos como ministro de Transportes, para colocar a las recomendadas por la trama que afloró con el caso Koldo. La empresa que gestiona las infraestructuras ferroviarias destinó más de dos millones de euros para incorporar a su plantilla –a través de Tragsatec, empresa instrumental utilizada como pantalla e integrada en el Ministerio de Agricultura– a las jóvenes que llegaban con el aval del círculo de Ábalos. Que Jessica Rodríguez, la 'escort' del exministro, también beneficiaria de la generosidad de una red de comisionistas que durante meses pagó el alquiler de su apartamento, situado en uno de los edificios más señeros del centro de Madrid, revelase ante el instructor del Supremo los detalles de su contratación, más que irregular, pone el foco en una empresa pública en la que no fue la única enchufada. Adif aportaba el dinero, Tragsatec firmaba los contratos y los recomendados –mujeres jóvenes en su gran mayoría, entre las que figura una modelo de veinticinco años– cobraban a fin de mes sin tan siquiera tener que acudir a sus puestos de trabajo o encender el ordenador en casa. ABC informa hoy del 'modus operandi' con que Tragsa se hacía cargo de los enchufados, o las enchufadas, que les enviaba Adif. Lo que se denominó 'Servicio de asistencia para el apoyo en la gestión presupuestaria, control sistemático de expedientes administrativos y soporte técnico en Adif Alta Velocidad para el periodo 2019-2021' no fue sino la puerta de entrada laboral, a través de Tragsa, que la trama en la que participaban Víctor de Aldama, Koldo García y José Luis Ábalos abrieron a profesionales como Jessica Rodríguez. La publicación de las convocatorias de empleo apenas duraban unas horas y los recomendados por Adif recibían en sus correos digitales un enlace que les facilitaba el acceso.
Hay en toda red corrupta un segundo nivel de actores, incluso figurantes, que sacan partido, mayor o menor, del negocio orquestado por sus protagonistas, y también es habitual que el enchufismo campe por un tejido empresarial, público o privado, que a través de una larga cadena de favores acoge a quienes no tienen otro mérito profesional que su proximidad al poder político. Al margen de la naturaleza de la relación que mantenía con José Luis Ábalos, cuando menos singular, el caso de Jessica Rodríguez y el resto de contratadas por Tragsa –«Servicio de asistencia» para Adif– pone de manifiesto el uso y el abuso del sector público, el mismo que el Gobierno trata de dignificar, sobredimensionar y revalorizar frente a la iniciativa privada, siempre bajo sospecha, como soporte de una agencia de colocación y de trabajo temporal. Cuando el enchufismo trasciende la esfera individual de un simple recomendado y se articula a través de un minucioso programa en el que participan dos empresas del Estado, el agujero no solo afecta a los fondos públicos que terminan en el sumidero, sino al propio casco de la credibilidad del sector público. Cuando los mismos que insisten en fortalecerlo –más personal, más empresas– hacen la vista gorda ante su deterioro estructural estamos ante una forma de corrupción más evolucionada y perversa, por la desconfianza que genera en un aparato del Estado cuya finalidad es servir al ciudadano, y no como servicio privado de quienes paradójicamente lo ponen como modelo.
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