lente de aumento
Orgulloso de ser español
Nuestra Transición se estudia como ejemplo en universidades de medio mundo. Aquí la magreamos por intereses partidistas
No hay yihadismo homologable
38 segundos de vuestra ira
Fue la primera vez que sentí el orgullo, mensurable, tangible, de ser español. Tenía catorce años y no, no fue lo mío cosa de lecturas sobre arcabuces, yelmos, tizonas o la gallardía incomparable de los Tercios. Tampoco por la arribada a Terra Ignota, por mucho ... que justo ahí, en esa barbacoa en la base naval de Norfolk (Virginia), me sintiera como español responsable de que los niños corretearan junto al campo de 'baseball', los marines confraternizaran con sus pares coreanos e hispanoamericanos, mi madre se extendiera en las bondades terapéuticas de la tortilla española y mi padre revelara a los militares estadounidenses la receta de la sangría que estaba a punto de hacerles perder la dignidad y la verticalidad .
La patriótica epifanía la provocó un oficial de la US. Marine Corps que cumplía con el estereotipo: alto, antebrazos fuertes y nervudos como cabos de acorazado, pelo cortado a cepillo y nívea dentadura de caballo. Algo hizo tambalear la norma no escrita pero sí padecida de que los yanquis saben menos de geografía que yo del floreciente imperio sumerio en la Mesopotamia del 3.000 a.C. Mike, digamos que se llamaba así, sabía perfectamente dónde estaba España y precisamente no era entre Honduras y Nicaragua. Entiendan mi admiración por aquel hombre, agigantada después de que unos minutos antes la esposa de otro oficial me preguntara con todo su cuajo si en mi país estaba extendido el uso de la lavadora. Dudé por un momento si lanzarme a su cuello al grito de «¡Santiago y cierra España!». Me contuve entre otras cosas porque por aquel entonces debía de pesar cincuenta kilos escasos y cualquiera de esos madelmanes me hubiera partido por la mitad de un guantazo.
Mike, que había observado el momento Las Hurdes durante la visita de Alfonso XIII, sonrió, me palmeó el hombro hasta casi descoyuntarme y me soltó en un buen español aprendido en sus correrías en el Chile de Pinochet: «Augustin, aquí la Transición se estudia en la Universidad, es todo un ejemplo. De la dictadura a la democracia sin pegar un tiro, hasta lo analizamos en la Academia Militar».
No hablamos mucho más porque mi conocimiento sobre ese periodo de nuestra historia que causaba tanta admiración en aquel marine era muy pobre, desde luego mucho menor que el suyo. Me volví hacia mi padre e interrumpí su disertación sobre las diferencias entre la sangría y el tinto de verano. «Papá, Mike admira la Transición española. Somos los mejores». Han pasado cuarenta años desde entonces y lucho por mantener mi orgullo frente a la sonrojante vergüenza que siento por compartir nacionalidad con tanto desahogado mercachifle de la historia, empeñado en mantener viva la negra memoria de un dictador y enterrar el momento más luminoso de nuestra historia reciente. No lo merecen quienes nos precedieron y nos dieron ejemplo de tanto bueno. No debería ser el legado tóxico que entreguemos a las generaciones venideras.
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