La noche iraquí
PASAJES DEL XXI
Cuaderno de viaje de la visita de Lorenzo Silva a las bases españolas del país del Tigris y el Eúfrates
Sigue en directo la última hora tras la muerte del Papa Francisco

La «modernidad» es la época del infierno. Las penas del infierno son lo novísimo que en cada momento hay en este terreno.
Walter BENJAMIN, 'El libro de los Pasajes'
La noche de septiembre es en Bagdad tan sofocante como el día. Si en la hora ... más calurosa se rozan los 47 grados, en la más fresca no se baja de los 36. Así lo describe el bagdadí Nassif Falak: «…este cementerio llamado Bagdad, donde somos atormentados y asados en las llamas del infernal verano«. Pese a todo, el ambiente es de bullicio, hay multitud de gente por las calles y un tráfico que la ausencia de semáforos vuelve más denso y caótico. Cruzamos el puente sobre el Tigris y nos adentramos en un barrio que en otra época tenía un vecindario selecto. Aquí y allá se ven chalés de buen porte, aunque todo en esta ciudad aparece ajado por el tiempo, el sol que se come los muros y las cuatro guerras que han atropellado a Irak en el curso de los últimos cuarenta años.
En la mediana se divisa de pronto un cartel elevado sobre un soporte que, al contrario que el entorno, luce flamante y denota esmero. Dos rostros observan la noche desde su altura. Uno de ellos presenta un gesto poco amigable: se trata del general de la Guardia Revolucionaria iraní Qasem Soleimani, jefe de la Fuerza Quds, especializada en operaciones en la sombra por cuenta del régimen de los ayatolás, muerto en Bagdad el 3 de enero de 2020 de resultas del ataque de un dron estadounidense. El entonces todavía presidente Donald J. Trump fue quien dio la orden.
Lo que la presencia de este cartel significa es que este barrio de Bagdad, antes acomodado, es ahora uno de los feudos en la ciudad de las milicias proiraníes que tres años atrás respondieron a la muerte de Soleimani con lanzamientos de cohetes sobre las bases estadounidenses, provocando un centenar de heridos. Las mismas milicias que al cabo de unas pocas semanas despacharán drones cargados de explosivos contra las bases de Erbil, Al Asad y la propia Bagdad, en respuesta, según alegarán, a los ataques indiscriminados de Israel en la franja de Gaza.
Poco o nada se lee en la prensa española acerca de Irak en estos días de septiembre, aunque en el país del Tigris y el Éufrates –incluidas esas bases de Erbil, Al Asad y Bagdad– se encuentren varios cientos de militares españoles en misiones de apoyo a la reorganización de las fuerzas armadas iraquíes y a la erradicación de los últimos restos del Dáesh en su territorio. Poco o nada se leerá semanas después, cuando la tensión se eleve y vuelen sobre las cabezas de esos militares los drones enemigos que buscan la venganza contra el infiel que sigue hollando suelo iraquí, aunque lo haga a petición del Gobierno de Bagdad y con su permiso.
Fuera del foco
No impide esta desatención mediática informarse. Hay en las redes analistas de inteligencia de fuentes abiertas que reportan puntualmente los ataques y las respuestas, con imágenes que proporcionan las propias milicias o testigos presenciales. En la noche del 20 al 21 de noviembre, por ejemplo, mientras toda la atención en España está centrada en los nuevos ministros, dan cuenta de dos ataques contra la base de Al Asad –desde donde opera un escuadrón de helicópteros Cougar españoles– y de la destrucción de un vehículo de las milicias por un avión cañonero estadounidense AC-130 Spectre en el barrio de Abu Ghraib, al oeste de Bagdad. En el ataque muere un jefe de la milicia chií Kataib Hizbulá, Fadhel Atia, respondida en menos de 24 horas por un nuevo ataque, esta vez con misiles balísticos, sobre la base de Al Asad. La noche iraquí se mueve, y de qué manera.
Son estas noticias las que traen al viajero el recuerdo de esa noche de septiembre de 2023 en Bagdad, con sus imágenes algo surrealistas, como el lujoso complejo comercial a orillas del Tigris con embarcadero de yates incluido, lleno de iraquíes adinerados que acudían allí a cenar. Y también de otras, como la vivida en la extraña paz de la base de Al Asad, sólo un par de días antes.

Curiosamente allí, en mitad del desierto que es en su mayor parte la provincia de Al Anbar, la noche es más fresca que en la capital. En la zona de alojamientos para el personal el silencio reina durante todo el día: así lo prescriben las normas, a fin de preservar el descanso de todos sea cual sea su turno de servicio. En el breve sendero de tablas que conecta el corimec –especie de contenedor climatizado– donde se duerme y los baños hay que esforzarse para que los propios pasos no suenen de más. En lo alto brillan las estrellas, y mientras aspira el aire plácido de la noche piensa uno que las instrucciones rutinarias de seguridad que le dan nada más aterrizar en Al Asad –andar pendiente de los avisos de la megafonía, tener a mano casco y chaleco y ubicado el búnker más próximo– deben más a la obsesión de los yanquis por la seguridad que a la existencia de un peligro inminente.
Veinte años después
Con la perspectiva del tiempo y de los acontecimientos de octubre y noviembre, la interpretación es otra. Quienes dictan esas normas de seguridad tienen siempre más información de la que dan, y aun aceptando que los ataques de Hamás sobre Israel no se pudieran prever en septiembre, lo que no se desconocía era que en el Irak de 2023 –en teoría amigo de Occidente, y cuyas autoridades mantienen la colaboración con los países, entre ellos el nuestro, que no hace mucho le ayudaron a derrotar al Dáesh– la situación dista de ser estable. En el Gobierno, de mayoría chií, hay una coalición de partidos, algunos proiraníes, cuyas milicias –que en su día fueron ariete contra el Estado Islámico– son una amenaza que sólo espera la ocasión –o la orden de Teherán– para hacer sentir su recia hostilidad hacia los extranjeros.
En este 2023 se han cumplido veinte años de la intervención angloestadounidense en Irak para derrocar a Sadam Hussein, con el apoyo político –y militar simbólico– del entonces presidente del Gobierno de España, José María Aznar. También se cumplen veinte años de la llegada a suelo iraquí de la Brigada Plus Ultra, bajo mando español, para contribuir a la reconstrucción del país. Es un buen momento para hacer balance de lo que ha supuesto para Mesopotamia la presencia occidental. En estas dos décadas, tras el destrozo de la invasión, con el desmontaje subsiguiente del Estado iraquí, se han sucedido los combates, primero contra la resistencia en el denominado triángulo suní, luego contra los chiíes –que asaltaron la base española de Nayaf en abril de 2004– y finalmente contra el Dáesh, que se apoderó de Mosul y del oeste del país y llegó a plantarse a las puertas de Bagdad.
Las consecuencias de todos estos años de conflicto, que se acumulan a las de la guerra con Irán y la primera guerra del Golfo, se traducen en que un país potencialmente rico y con reservas de petróleo ingentes vive sumido en la pobreza, los servicios públicos apenas existen y el futuro parece cerrado a cal y canto. Por no hablar del coste en vidas perdidas –de iraquíes y de las fuerzas foráneas–, el descomunal coste económico y el derivado de los combatientes retornados con graves secuelas que los convierten en inadaptados al volver a sus sociedades de procedencia.

Sólo hay algo que compensa, así sea en mínima medida, la melancolía a la que invitan estas consideraciones. Algo que se les debe a los miles de militares españoles que en estos veinte años pasaron por tierras iraquíes. Según nos dice el conductor que nos acompaña a dar un paseo por el centro de Bagdad, podemos decir sin ningún problema de dónde venimos, y así lo comprobamos repetidamente. Otra cosa nos aconsejaría, reconoce, si fuéramos estadounidenses o británicos. El iraquí distingue, como también aprecia diferencia de trato entre un extranjero y otro.
En Bagdad, junto al Tigris, hay un monumento al poeta local Al Mutanabi. «Mis versos hacen ver a los ciegos y oír a los sordos», reza la leyenda en árabe que se lee al pie. Al evocarla, al evocar la noche iraquí, el viajero no puede evitar recordar también uno de los momentos más sobrecogedores vividos durante esa semana de septiembre. Sucede al atardecer, volando en un helicóptero con las puertas abiertas entre Qayyarah y Al Asad. El calor abrasador, el ruido de las turbinas, la belleza rotunda del desierto entre el Tigris y el Éufrates, donde nació la civilización de la que somos herederos, aunque lo ignoremos, como ignoramos a quienes viven hoy en esa tierra, incluso a los nuestros que allí sirven a su país por orden del Gobierno elegido por sus conciudadanos. Quien los conoce y ha volado con ellos sólo puede desear que vuelvan todos sanos y salvos con los suyos. Y que la noche iraquí, por más lejano que parezca el amanecer, llegue alguna vez a su conclusión.
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