La cruel venganza de César Germánico contra el traidor que aniquiló a tres legiones romanas
Arminio, general rebelde y vencedor de la batalla del bosque de Teutoburgo, fue aplastado por las tropas de la Ciudad Eterna el 16 d.C. en Idistaviso

El 16 d.C., en Germania, el aire hedía a venganza y barruntaba muerte. Narran las crónicas –a veces exageradas, a veces poéticas en exceso– que Julio César Germánico no se decidía a lanzarse contra las tribus locales en Idistaviso cuando vislumbró ... cómo ocho águilas sobrevolaban a su ejército. Una por cada legión que, aquel día, esperaban para enfrentarse a los rebeldes liderados por el traidor Arminio . El general las siguió con la mirada y vio que se internaban en el bosque donde aguardaba ansioso el enemigo. Aquella fue suficiente señal. «¡Seguid a las aves romanas, las auténticas deidades de nuestras legiones!», ordenó a voces.
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Así comenzó la batalla de Idistaviso, rodeada todavía hoy de cierto misterio para unos historiadores que buscan desesperados el punto exacto en el que se sucedió. Lo que sí se sabe es que la victoria resultante marcó el declive de Arminio, el antiguo general romano de origen germano que había guiado a tres legiones hacia la muerte en los bosques de Teutoburgo siete años antes. Si a partir de entonces consiguió centralizar el poder en torno a su figura, la derrota frente a César Germánico destruyó su popularidad e insufló el suficiente valor en algunos líderes tribales locales como para alzarse contra él y asesinarle poco después.
Triste reuerdo
Huelga decir que el germen del odio de Roma hundía sus raíces en el engaño perpetrado por Arminio en el 9 d.C. Aquel año, el germano acabó con tres legiones a las órdenes de Publio Quintilio Varo ; un general confiado que se dejó guiar de forma inocente hacia una trampa en el corazón de los bosques teutones. El mismo Publio Cornelio Tácito , historiador y político, se refirió de esta guisa a las barbaridades perpetradas contra los combatientes de la 'urbs' aquel día: «En el campo, los huesos de los soldados se hallaban esparcidos allí donde habían caído, en su puesto o intentado huir. Había pedazos de armas y huesos de caballos y cabezas humanas sujetas a los troncos de los árboles».
Aquella catástrofe hizo que el emperador Augusto enviara hasta Germania a su hijo Tiberio . El objetivo era sencillo: llevar la estabilidad a la zona y evitar que las tribus locales se uniesen contra el poder de Roma. Le salió bien a medias ya que, después de algunas victorias de menor calado, el retoño tuvo que volver a la capital para hacerse cargo de la poltrona tras la muerte de su padre. Así fue como subió al escenario Germánico , a quien se le concedió en el año 14 el ' imperium proconsular ' y el mando de los ejércitos del Rin. Fuera de los informes, recibió también la orden de vengar la afrenta cometida en el bosque de Teutoburgo.

No se puede decir que sus quehaceres en Germania comenzaran con la sandalia buena. Según arribó a la zona, César –como se refiere a él Tácito en sus escritos– tuvo que hacer frente a una revuelta de legionarios provocada por la falta de paga y la muerte de Augusto. En ' Legiones de Roma ', Stephen Dando-Collins afirma que el general se plegó en principio a las necesidades de sus hombres. Semanas después, cuando se dio un segundo conato de revuelta, uno de sus generales ordenó acabar de raíz con los alborotadores. « Fue una destrucción más que un remedio », se lamentó el sucesor de Tiberio.
En los meses siguientes, Germánico lanzó varios ataques de poca entidad contras las tribus locales. Su victoria más simbólica fue llegar hasta el mismo bosque de Teutoburgo para enterrar los restos de los soldados fallecidos. «Y así, aquel ejército romano, que se presentaba a los seis años del desastre, iba sepultando los huesos de las tres legiones, sin que nadie supiera si los restos que estaba dando a la tierra eran ajenos o eran de los suyos; sepultaban a todos como a amigos y parientes, y dejándose llevar por un odio creciente contra el enemigo, tristes e irritados a un tiempo», narra Tácito.
Ya con la moral por las nubes, en el año 16 d.C., el general quiso dar la puntilla al enemigo y se internó de nuevo en territorio teutón a golpe de navíos. «En el verano, utilizó la flota de mil barcos que acababa de mandar construir para regresar al corazón de Germania en busca de venganza contra Arminio y sus generales rebeldes», desvela Dando-Collins. Con él iban unos 78.000 hombres entre legionarios y cohortes auxiliares. Casi nada. Tácito es todavía más claro al incidir en que « César persiguió a Arminio hacia lugares impracticables » con sus hombres. Parecía que, batalla va, combate viene, la venganza iba a perpetrarse.
Frente a frente
A media mañana de un día de verano –se desconoce la fecha exacta–, César arribó con sus hombres a orillas del río Weser , ubicado al oeste de Alemania. La batalla podía paladearse. Existe cierta controversia sobre lo que sucedió, pero la versión más extendida es que algunos nativos le informaron del lugar exacto en el que Arminio había reunido a las tribus germanas para plantar cara, una vez más, al poder de Roma. Esta vez no tendrían tanta suerte. Germánico no era Varo. Carecía de su inocencia y no caería en una trampa. Así lo explica Tácito:
«El César cruzó el Weser y, por las indicaciones de un desertor, se enteró del lugar elegido por Arminio para el combate: habían acudido también otros pueblos a un bosque consagrado a Hércules e iban a intentar un ataque nocturno al campamento. Se dio crédito a tal información; además, se divisaban hogueras y los exploradores contaron que, al aproximarse más, habían oído los relinchos de los caballos y el murmullo de un ejército inmenso y desaliñado».

Las fuentes clásicas cifran a los germanos en unos 50.000 , cifra aceptable para la época. El núcleo de las tropas lo formaban los queruscos de Arminio , pero no faltaban una extensísima lista de 'bárbaros': arpos, catos, marsos, fosios, usipetes, tubantes, bructeros, angrivarios, tencteros, matiaci, ampsivarios y algunos longbardos. Destacaban, para tristeza de Germánico, los cauchos , quienes habían robado el águila de una de las legiones de Varo –en la práctica, la afrenta más dolorosa que se podía cometer contra Roma–. Cuando César vio aquel contingente se limitó a formar a sus hombres. Lo hizo con calma y a sabiendas de que contaba en su ejército con dos cohortes de la Guardia Pretoriana cedidas por el mismo emperador, algo insólito en la época.
Sabía además lo que se hacía. De hecho, ya había advertido a sus oficiales de que debían combatir en las selvas y los bosques. «Y es que, afirma, los inmensos escudos de los bárbaros y sus enormes lanzas no se manejan entre troncos de árboles y ramajes que salen del suelo», explica el historiador clásico en su obra. Germánico también había aleccionado a sus hombres sobre las artimañas del enemigo. Sus gritos guturales, sus cuerpos fornidos sin armadura... Todo estaba pensado para generar pavor, pero la realidad es que no eran resistentes a las heridas y los combates largos eran como una puñalada para ellos.
Y así quedaron los unos y los otros, frente a frente. Los bárbaros ocuparon los alrededores de un frondoso bosque en el que pretendían apoyarse. César, por su parte, ubicó a los soldados auxiliares en una extensa línea a la vanguardia y, tras ellos, a sus ocho legiones. En el centro de todo dispuso a la Guardia Pretoriana, fiel y segura. La guinda fue la caballería, que situó en el flanco siniestro a las órdenes de Lucio Estertino .
Batalla de la venganza
Unas águilas al viento después comenzó la batalla. De inmediato, César ordenó al trompeta que llamara al combate. Las tropas auxiliares avanzaron, dispuestas para resistir la carga de los queruscos, que se habían lanzado a voz en grito contra la compacta formación latina. Los arqueros de Germánico apenas tuvieron tiempo para lanzar una salva contra ellos antes de que la extrema vanguardia de ambos contingentes se enzarzara en una bárbara pelea. A la par, el general romano vio que sus jinetes podían causar estragos en el flanco diestro y la retaguardia de Arminio y envió a Estertino contra ellos. Así, de primeras y sin aguardar acontecimientos.
Fue un éxito. El empuje de los jinetes actuó como un martillo mientras las líneas auxialiares aguantaban, cual yunke, el grueso del conflicto. En minutos, más de dos millares de germanos empezaron a retirarse. «Fue algo admirable de contar, dos columnas de enemigos huyendo en sentido opuesto, los que habían ocupado el bosque, se precipitaban hacia el llano, y los que habían ocupado el campo abierto, hacia el bosque», desvela Tácito. Los queruscos, por su parte, se vieron obligados a ceder terreno. En la práctica, la contienda había terminado antes incluso de empezar. Y todo, por un acertado golpe de mano. Tan negro debió ver el líder germano aquello que apostó por escapar de forma cobarde.
«Arminio, haciéndose notar, sostenía el combate con su espada, con su voz y con sus heridas. Y se había abatido sobre los arqueros con la intención de romper por allí, y lo hubiera hecho de no habérsele opuesto las cohortes de retos, vindélicos y galos. Sin embargo, gracias a su esfuerzo personal y al brío de su caballo logró salvarse, después de mancharse la cara con su propia sangre para que no se le conociera. Algunos cuentan que fue reconocido por los caucos que operaban en las tropas auxiliares romanas y que se le dejó marchar. Un valor o treta igual a ésa dio ocasión de escapar a Inguiomero; los demás fueron masacrados sin distinción».
«Grande e incruenta fue para nosotros aquella victoria. Los enemigos muertos desde la hora quinta del día hasta la noche cubrían diez millas con sus cadáveres y sus armas»
Lo que se sucedió a partir de entonces fue una dolorosa matanza. Los germanos que intentaron huir a través del río fueron cazados a flechazos cual ganado ; los que escaparon de los proyectiles se ahogaron o fueron arrastrados por la corriente . Otros tantos intentaron esconderse en las copas de los árboles y sirvieron de entretenimiento a los arqueros. Abandonados por su general, un tercer grupo se rindió; algo que, para su desgracia, les evitó la ejecución. Tácito lo recuerda de esta guisa:
«Grande e incruenta fue para nosotros aquella victoria. Los enemigos muertos desde la hora quinta del día hasta la noche cubrían diez millas con sus cadáveres y sus armas; y se encontraron entre sus despojos las cadenas que habían llevado contra los romanos, como quien no dudaba del desenlace. En el lugar del combate los soldados saludaron a Tiberio como 'imperator', levantaron un terraplén y colocaron encima las armas a la manera de trofeos, escribiendo debajo los nombres de los pueblos vencidos».
El resto, como se suele decir, es historia...
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