Fernando Gil: «Mi hija ha sido el detonante para encontrarme a mí mismo»
El actor, que ha estrenado en el Teatro Pavón la comedia 'El jefe del jefe', recuerda su infancia, nos habla de la paternidad, de su carácter y se confiesa «emocionalmente intenso»
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A Fernando Gil no le gusta juzgar a sus personajes, busca comprenderlos. Algo que también hace su personaje en la función 'El jefe del jefe' (basada en la película 'El jede de todo esto', de Lars von Trier), un actor contratado para hacer el papel de presidente de una empresa y tomar las decisiones incómodas de las que nadie quiere hacerse responsable: «es una comedia de enredo, ácida y mordaz, con un punto canalla, sobre el capitalismo actual y en la que todo pasa en una sala de reuniones. Porque vivimos en un mundo en el que se diluyen las responsabilidades empresariales. En esta adaptación hemos subido el tono, las relaciones son más intensas y el enredo tiene su punto de absurdo».
Si hay algo de lo que Fernando se siente orgulloso es de su capacidad de aprender: «eso me ayuda a adaptarme, a evolucionar, a mejorar». Pero, si pudiera, le gustaría quitarse de encima «la costumbre de sobrepensar. También tengo que trabajar la confianza y la autoestima». Eso sí, se reconoce «un hombre tranquilo, pero con inquietudes. Son tantas las cosas que quiero hacer que necesito relajarme para desarrollarlas». Como muchos artistas, asume su carácter soñador: «claro que me gusta tener sueños, son alimento para el alma. Además, tener objetivos te lleva a buscar estrategias porque, como quiero llevar a caso esos sueños, me esfuerzo, lucho por cumplirlos».
A Fernando le gusta estar pendiente de la gente que quiere: «no soy de los que regala cualquier cosa, tengo claro para quién es y busco aquello que creo que va a gustar. En el trabajo también soy detallista, en el detalle está el gusto. Soy meticuloso, estructurado, si hago que algo funcione, lo mantengo todo lo que pueda». Le gusta sentirse libre y no verse obligado a nada: «no soy de rutinas porque no me gusta sentirme encorsetado. Veo lo que debo hacer y empiezo siempre por lo que más me motive, para estar más entregado». Y se confiesa «emocionalmente intenso»: «tengo un punto romántico y me vuelco en las relaciones. Si estoy bien, en conexión, todo es una maravilla. Entonces aflora mi lado alegre y juego. Ahora bien, cuando hay desamor, sufro mucho y hago sufrir».
Fernando se ha entregado en cuerpo y alma a su hija: «ser padre genera un cambio brutal. Tener a alguien que depende de ti te hace repensar la vida y te obliga a rehacer exámenes que ya habías pasado. Mi hija es el detonante para encontrarme a mí mismo». Le preocupaba repetir el modelo que había vivido en su casa, con una familia emprendedora entregada al trabajo: «mis padres no jugaron conmigo y yo no sabía jugar con mi hija. Sin padres como ejemplo, uno no tiene referentes de cómo comportarse y yo quería crear un vínculo con ella. Poco a poco encontré la manera».
Cuando necesita encontrar la paz, Fernando se refugia en su pequeña: «disfruto conversando con ella, viendo lo bonita persona que es, lo rápido que asimila las cosas. Yo, que soy un dramático, me quedo embobado al ver las decisiones que toma. Me tranquiliza ver que sabe gestionar su vida». Esa paz salta por los aires ante «la incompetencia de la gente que tiene responsabilidades y no las asume. Me ha pasado viendo a los chavales con palas quitando fango mientras los gobernantes no están a la altura».
La foto: el chico que le sacaba una cabeza a todos
Ahí donde lo ven, ese bebé ha sido príncipe y rey, no solo en su casa, también en la pantalla: «fui un niño bastante bueno, nada que ver con lo que soy ahora», confiesa Fernando mientras recuerda una infancia y adolescencia marcadas por su altura (1,91 metros): «nadie se metía conmigo porque mi físico imponía. La envergadura me ha ayudado». A los doce años, el deporte fue su tabla de salvación: «iba a un centro de educación física en el que aprendí a hacer mortales, a ser un poco saltimbanqui y quitarme el miedo al peso, a la estatura, porque a las personas altas nos da miedo caernos». Por entonces, su verdadera vocación ya se había manifestado: «me metía en berenjenales desde los seis años, con las funciones del teatro escolar y con la cámara de Súper 8 que tenía mi padre, con la que grabábamos nuestras películas».

En el colegio se recuerda como «un estudiante normal que aprovechó la asignatura de Lengua y Literatura para hacer sus pinitos como crítico de cine en el periódico del colegio». Su defensa de 'Bailando con lobos' fue su consagración. «También era muy amante de los animales. Ya fueran perros, gatos, conejos, pájaros… Me encantaban», recuerda el actor. «Por lo demás, era un chaval muy inquieto y hacía muchas cosas solo en mi habitación, desde revelar fotos a tocar la guitarra. Hasta que llegó la adolescencia y con ella, la necesidad de ligar. Éramos cuatro amigos inseparables que salíamos a discotecas, pero a mí me daba mucha vergüenza. Lo mío eran las fiestas de amigos, donde iban chicas que conocía. Me sentía más seguro y sacaba mis dotes de humor para la seducción».
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