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Toledo fingido y verdaderO

Toledo, fin de siglo: visiones contrapuestas (2)

A finales del siglo XIX y principios del XX, la población toledana sostenía visiones diferenciadas de su ciudad

Toledo, fin de siglo: visiones contrapuestas (1)

Vista de Toledo por Ricardo Arredondo (c. 1900): en burro por caminos de tierra frente a la ciudad distante. Museo del Prado.
Vista de Toledo por Ricardo Arredondo (c. 1900): en burro por caminos de tierra frente a la ciudad distante. Museo del Prado.

José Luis del CASTILLO

TOLEDO

Como señaló en su día Félix Urabayen, unos han visto Toledo en relación con sus gentes y prescindido del paisaje; otros han atendido al paisaje olvidando la población; y hay quienes la encierran en una mezcla personal de realidad, historia y leyenda. Cada individuo, habitante o espectador, por fuerza diferentes, privilegia o transmite la imagen que mejor corresponde a su época, su personalidad y sus intereses.

La mirada popular

La visión que tuviera la mayoría de la población empobrecida y marginada se esconde tras el silencio. Era, como escribía Miguel de Unamuno en 1905, «un pueblo mudo». Es de suponer que, para cuantos, faltos de recursos, malvivían en una ciudad para ellos inhóspita, carecía de interés la belleza que otros podían recorrer y contemplar entre sus muros. Era la perspectiva del barbero que escandalizaba a Maurice Barrès, en uno de sus viajes, al afirmar que Toledo, quitando «algunas antigüedades», valía poco. La voz de la clase obrera se va a ir haciendo hueco, sin embargo, en la prensa de la capital a partir de la última década del siglo XIX. Algunos años después, en la primera del XX, periódicos progresistas y republicanos como La Idea, Tribuna Pública y La Justicia abrirán páginas de información obrera, al igual que harán otros más adelante. Surgirá incluso una prensa obrera, con cabeceras como el Boletín de la Sociedad de Albañiles La Progresiva (1903-1904) y Humanidad (1907-1908), fruto de actividades desarrolladas en el Centro de Sociedades Obreras inaugurado en 1903. El Toledo que aparece en esas páginas no tiene nada de artístico ni de monumental. Es una «vieja urbe» cuya población, apremiada por la falta de trabajo, la carestía de las subsistencias, la pobreza y la insalubridad de las viviendas, reclama que sean atendidos los acuciantes problemas que agobian a «las masas proletarias» para evitar que la ciudad quede «reducida a una colonia de empleados civiles, militares y eclesiásticos», posibilidad que aventuraba Tribuna Pública en marzo de 1904.

Los escasos miembros ilustrados de la mesocracia urbana, por su parte, exponían su visión en publicaciones periódicas locales, expresión de las distintas opciones ideológicas o asociativas, o en folletos y libros a cargo de personalidades como el abogado Juan García Criado (modelo, acaso, del don Suero de Ángel Guerra), el médico Juan Moraleda Esteban, el catedrático y director del Instituto Provincial Teodoro San Román o el acaudalado aristócrata Jerónimo López de Ayala, conde de Cedillo. Fueran cuales fuesen sus ideas, de los más conservadores a los republicanos, era habitual que se expresaran en idénticos medios. Formaban parte de los mismos espacios de sociabilidad y convivían en aparente armonía. Compartían, como supuso Max Weber, una «comunidad de intercambio» de usos caracterizada por un conjunto de hábitos y costumbres que definían el decoro social. Reconocían unos y otros el peso social de clero y ejército, pero casi nadie se lanzaba aún a perfilar o recuperar imaginarias identidades más tarde reivindicadas. Se limitaban a hablar de «capital del arte» o de los vestigios de la antigua historia de España detectables entre sus «interesantes escombros» -que decía Pérez Galdós-.

Intenciones regeneradoras

La minoría liberal y progresista veía sobre todo una ciudad necesitada urgentemente de modernización y reforma, al igual que la «España derrotada, desfigurada y contrahecha», en palabras de Francisco Navarro Ledesma, en que vivían tras el desastre colonial de 1898. La consideraban, como el periódico La Idea en 1899, «archivo de nuestra historia y museo de nuestras glorias artísticas y monumentales», pero no «una ciudad vieja y decadente que solo vive de los recuerdos del pasado». Había que pensar, más bien, en «el quietismo y la rutina imperantes» debido al caciquismo que, en las administraciones local y provincial, imponía un constante «trasiego de puestos y prebendas en favor de la conservaduría» y a, según también Francisco Navarro, la «atmósfera de polvo, de herrumbre y de vejestoriez» que la cubría. Se enfrentaban así a la tentación de convertir Toledo en una mera ciudad museo con olvido de las necesidades de sus habitantes. Algunos años después, el director de El Eco Toledano, Virgilio Álvarez, aún se sentía obligado a reivindicar, en un artículo titulado «La ciudad moderna», el hecho de que en la ciudad «habitan hombres y no figuras históricas». Denunciaba indignado que se pretendiera ignorar la evidencia de que «si Toledo tuvo un pasado, tiene también hoy su presente».

Las fuerzas vivas

Bien al contrario, los más de quienes disponían de voz y mantenían una posición acomodada daban la espalda a miserias y servilismos. Concebían un Toledo al margen del tiempo y ejercían de «toledanólogos competentes», que decía Navarro Ledesma, prestos a divulgar las «insípidas verdades», en opinión de Pardo Bazán, del más mínimo clavo que juzgasen tradicional. Preferían, conscientes de las rentables perspectivas que ofrecía el negocio turístico, elevar loas biempensantes a los encantos del bagaje monumental legado por la antigüedad, en el que veían encarnada una España supuestamente imperecedera. Año tras año celebraban contemplar una «segunda Roma», como el registrador de la propiedad José María Ovejero, en la presentación de la revista Toledo, editada por él y por el pintor Federico Latorre entre abril de 1889 y principios de 1890, o Juan Moraleda en 1900, en el Boletín de la Sociedad Arqueológica de Toledo. Evidentemente, las alharacas no eran inocentes. Como escribía Anacleto Heredero, capellán de Reyes Nuevos de la catedral y director literario del Boletín, había que recrearse «en la grandeza pasada» para demostrar que en Toledo ha dominado el «espíritu católico» desde siempre, «uniendo el clero y el pueblo», y que sus naturales de continuo «han anhelado postrarse delante de Cristo».

A veces se pronunciaban a favor de introducir en la ciudad los adelantos propios de la modernidad, pero con tal de que quedara incólume la herencia del pasado, como pretendía Jerónimo López de Ayala al imaginar una ciudad futurista fuera de las centenarias murallas mientras restauraba para su suegro el castillo de Guadamur. Según declaraba en 1900 el inspector de enseñanza Rafael Torromé, personificado en el pedagogo de Camino de Perfección por Pío Baroja, la «vida moderna no puede darnos elementos de existencia si borra de nuestro corazón los sentimientos de hidalguía, patriotismo, desinterés, y en fin, de las santas virtudes que constituyen el fondo eterno de la vida moral de las Naciones». Se trataba de preservar el orden social (como repetía la Iglesia) y de desplegar un manto de apariencias para frenar y soterrar el ascenso amenazante de las clases populares.

Era la actitud que denunciaba Navarro Ledesma, obligado a marchar a Madrid para construir su obra intelectual, sin cabida posible en un mundo provinciano más que inerte, sometido a los caprichos del favor ajeno por la desidia de sus mal llamadas «fuerzas vivas», cuyo empeño en mantener ruinas, ni siquiera bien conservadas, obstruía toda posibilidad de generar vida.

SOBRE EL AUTOR
José luis del castillo

Profesor e investigador

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