El simple mirar no nos permite avanzar. El dilema de la estación del AVE en Toledo
No podemos volver a caer en el error que se cometió en 1992 con el AVE a Sevilla
Toledoficción
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«Hagas lo que hagas te vas a arrepentir», solía responder Tales cuando sus vecinos de Mileto le preguntaban si se iba a casar o no. Seguramente la misma contestación que daría otro solterón empedernido, Pérez Galdós, al que con frecuencia se le podía ver tomando una tartana en la estación de tren de Toledo, ciudad por la que sentía verdadera devoción y a la que había llegado desde Madrid después de un viaje de tres horas. La vetusta ciudad no estaba lejos, por lo que más de una vez don Benito recorría a pie el trayecto que lo separaba de Zocodover. Sólo había que tomar el Paseo de la Rosa, cruzar el río por el puente de Alcántara y subir la empinada cuesta de las Concepcionistas.
Esta opción, la de acceder al casco histórico usando las propias piernas en un agradable paseo, es algo que no pueden perder ni nuestros visitantes ni los usuarios del tren que van a trabajar todos los días a Madrid. El paso por Toledo del tren de alta velocidad que conecta la capital de España con Extremadura y con Lisboa es una excelente noticia para una ciudad que lleva mucho tiempo en la vía muerta de la historia. No podemos volver a caer en el error que se cometió en 1992 con el AVE a Sevilla. Pero uno no deja de ser un romántico empedernido y se preocupa por la sucesión de viaductos, túneles y terraplenes que afectará al llamado «cono visual» de la ciudad histórica, si finalmente prospera la propuesta del Ministerio de Fomento de hacer pasar el tren de Lisboa por la estación de Santa Bárbara. Como diría Ortega, Toledo es Toledo y su circunstancia, pero por encima de cualquier otra circunstancia se ha impuesto la mirada de los viajeros románticos del siglo XIX, la de una ciudad medieval de sabor oriental no contaminada por el progreso, con un trazado morisco que ha sabido mantenerse prácticamente intacto. Ahora bien, tal vez sea ya hora de aprender a mirar de otra manera esta ciudad estancada en un meandro de la historia, recordando aquellas palabras de Goethe en su Teoría de los colores, que «el simple mirar una cosa no nos permite avanzar». Es importante recordar el papel decisivo de los artistas en la transformación de la mirada colectiva. Porque el paisaje en sí mismo no existe, sino que hay que inventarlo, y el arte instaura en cada época «modelos de visión». En nuestro caso, fueron sobre todo los pintores y los escritores quienes nos enseñaron a contemplar el paisaje de Toledo como paisaje, esto es, como expresión estética, simbólica y afectiva; sin embargo, tal vez en algunas ocasiones haya que dejar a un lado este gusto «pintoresco» para ver el paisaje como territorio, es decir, como espacio geográfico y social.
El paisaje de Toledo es el fruto de una conjunción única de naturaleza, historia y mito; una articulación armoniosa de elementos de todas las épocas que están obligadas a convivir, si lo que queremos es una ciudad viva, no un parque temático (para eso ya tenemos el vecino Puy du Fou). Cuando subo entre nutridos grupos de turistas por el remonte mecánico que conecta el intercambiador de autobuses de Safont con el Paseo del Miradero, no me puedo sustraer a la impresión de que me encuentro en una especie de Corte Inglés cultural, un hipermercado histórico-artístico donde la gente viene a consumir cultura.
Pero regresemos a nuestro asunto. De las dos opciones que se han planteado para el paso por Toledo del tren de alta velocidad con destino Lisboa, la de la Estación central en la actual estación de Santa Bárbara, y la Estación exterior en el Polígono industrial, a unos siete kilómetros de la ciudad (a la altura de fábrica de Schweppes Surtory), ninguna es buena y ambas presentan numerosos inconvenientes. Pero no tenemos más remedio que elegir. Hay que sacar a Toledo del letargo de su glorioso pasado y de esa tipificación romántica que debemos sobre todo a los viajeros europeos del siglo XIX, para planificar una ciudad viva, respetuosa con la historia pero bien integrada y comunicada con el mundo actual. La ciudad como organización del espacio nace de la simbiosis de las diferentes épocas y culturas que se han sucedido a lo largo de la historia. La esencia de Toledo, antes de que la ciudad quedara petrificada en esa suerte de vedutismo pictórico, consiste precisamente en eso, en ser algo parecido a un palimpsesto, una superposición de diferentes estilos arquitectónicos y vitales. El inmovilismo y el anquilosamiento al que llegan algunos en su afán de conservar lo antiguo y tradicional, considerando todas las aportaciones que vienen del presente como una amenaza o como algo indigno de la histórica ciudad, no pueden ser una opción. Sólo lo que está muerto posee una imagen inalterable.
La última alternativa que hay que contemplar, en mi opinión y en la de los miles de usuarios que utilizan diariamente el Avant para desplazarse a Madrid, es la de condenar la estación de Santa Bárbara, sin duda una de las estaciones más bonitas de España, un precioso edificio neomudéjar declarado Bien de Interés Cultural, para crear en el Polígono industrial una nueva estación, que cruzaría el Tajo a la altura de la finca de La Alberquilla. Esta opción, denominada Toledo exterior, evitaría que las infraestructuras del AVE distorsionasen el paisaje de la Huerta del Rey y las inmediaciones de una ciudad que es Patrimonio de la Humanidad. No tendría nada que objetar a esta alternativa (al contrario, si de mí dependiera ésta sería la elegida) si se garantizara la existencia de un ramal secundario para los trenes con final en Toledo, manteniendo en uso de esta manera la actual estación, y dejando la del Polígono para los trenes que continúan hasta Talavera de la Reina, Extremadura y Portugal. Esta posibilidad, sin embargo, la de mantener abierta simultáneamente ambas estaciones, resulta poco realista para una ciudad del tamaño de Toledo, como se ha demostrado en el caso de Cuenca, donde la coexistencia de las dos estaciones, la central y la de Fernando Zóbel, apenas ha durado doce años. Por disfuncional, pues ralentizaría el tráfico ferroviario, y por resultar demasiado costosa, ya que duplicaría los gastos de mantenimiento, la hipótesis de las dos estaciones está condenada al fracaso, de manera que la estación exterior estaría llamada a corto o medio plazo a convertirse en la única estación de Toledo, quedando la de Santa Bárbara, posiblemente y si nadie lo remedia, como un glamuroso centro comercial, con McDonald's incluido. Tendríamos así una ciudad medieval preciosa pero aislada del mundo y una estación muy funcional pero alejada de la ciudad, con las incomodidades que ya se han demostrado en otras estaciones construidas lejos del centro de las ciudades (léase Burgos, Cuenca, Segovia o Guadalajara, entre otras).
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La segunda opción me parece más razonable, la de Toledo central, que consiste en dejar como única estación la actual de Santa Bárbara. El ritmo de líneas y superficies del paisaje toledano tendría que integrarse con las nuevas vías del tren, pero igual que los contemporáneos del Greco acabaron acostumbrándose a un ingenio técnico único en Europa como el artificio de Juanelo, los toledanos terminaríamos acomodando nuestro imaginario urbano a esta nueva ordenación del espacio, aunque en principio una obra de ingeniería contemporánea case mal con la imagen de melancólica belleza que tenemos de la ciudad. La propuesta del arquitecto González de la Cal de invertir en Toledo el sentido de la marcha de los trenes, a fin de hacerles pasar río arriba, resulta al parecer inasumible desde un punto de vista funcional. Naturalmente, a ningún toledano nos gustaría encontrarnos en la entrada de Toledo, viniendo por la A 42, con un viaducto de 26 metros en la rotonda de la Avenida de Madrid, en vez de la panorámica que pintó el Greco desde el norte de la ciudad. Soy consciente de que hay que proteger el entorno ambiental de Toledo, que constituye también un espacio patrimonial de primer orden, sobre todo si estamos hablando de una zona tan sensible como el corredor fluvial. Habría que optar, por consiguiente, como ya se ha apuntado en algún sitio, entre las diferentes alternativas técnicas, decidiéndose por la que supusiera un menor impacto visual, aunque no fuera la más barata, bajando la cuota del nuevo puente hasta una altura similar a la del puente de Azarquiel, rebajando la avenida de Castilla La Mancha y obligando al tren de alta velocidad a atravesar el área del Salto del Caballo por un único y prolongado túnel.
Nos preguntamos si se casó finalmente Tales de Mileto. Parece que no, que toda su vida la consagró a la apasionante pero solitaria aventura del conocimiento de la verdad. Tenía fama de despistado este buen hombre, y cuentan que cierta noche, abstraído como iba contemplando el cielo tachonado de estrellas, se cayó en una zanja que se abría bajo sus pies, lo que provocó las carcajadas de una esclava frigia que por allí andaba. ¿Nos pasará a los toledanos lo mismo, que, absortos como estamos en complicadas discusiones bizantinas acerca de qué proyecto es mejor, no nos casemos con nadie y finalmente caigamos en la zanja de la historia? ¿Nos ocurrirá como a los habitantes de Villar del Río en aquella maravillosa película de Berlanga, Bienvenido Míster Marshall, que nos quedemos en vísperas de contento, viendo cómo pasan de largo sin pararse en Toledo los trenes con destino a Lisboa?
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