Secuestrados por la actualidad. De cómo Trump no nos deja ver el bosque
Los algoritmos de TikTok, de Google, Facebook o YouTube secuestran y manipulan nuestra atención, convirtiéndonos en productos comerciales
Sobre Trump y otros paquidermos

No es ruido; es estruendo lo que aturde nuestras cabezas. Desde primera hora de la mañana, cuando con los primeros albores del día escuchamos las noticias de la radio, el estruendo ensordecedor de las news nos hace perder el sentido de la realidad, aumenta nuestro estrés y socaba nuestro ánimo. Cada vez es más difícil refugiarse de este bombardeo mediático de informaciones y bulos. El primer plano de la actualidad ahoga los otros planos, justamente aquellos que confieren a la vida profundidad y significado. ¿Podemos escondernos, siquiera durante un día, de Trump, de Elon Musch, de Putin, de Sánchez, de Mazón, de la Inteligencia Artificial, de las broncas y los insultos entre políticos, de la corrupción, del PIB, de la carrera armamentística, de los aranceles, de los famosos, de los Óscar, del partido de la jornada, de los influencers, etcétera, etcétera? ¿Sería posible parar la frenética actualidad y abandonar por un momento esta percepción distorsionada que nos ofrecen los media para contemplar las cosas como si las viéramos por primera vez, como si volviéramos a ser niños y tuviéramos que dibujarlas? Tal vez así reaprenderíamos a ver el mundo con mirada infantil, y seguramente nos sorprenderían los descubrimientos y las satisfacciones que surgirían de ello.
Por desgracia, cada vez resulta más difícil disponer de lo que hay en nosotros y en nuestro entorno más inmediato. Las ubicuas redes de la información achatan nuestras conciencias y producen un efecto uniformador en nuestros hábitos y posibilidades de vida, colonizando nuestros deseos y pensamientos. Los algoritmos de TikTok, de Google, Facebook o YouTube secuestran y manipulan nuestra atención, convirtiéndonos, a las personas, en productos comerciales con valor de mercado. Las nuevas tecnologías no sólo tienden a suplantar la memoria; cercenan también la imaginación, limitan la percepción y condicionan la voluntad.
Pero hoy me he decidido a no asomarme al horizonte sombrío de la «actualidad». Se lo debo a mi hija, que me reprocha que últimamente sólo veo lo negativo. En unos tiempos en los que cada vez se estrechan más las actividades auténticamente creadoras, pues nos hemos convertido en ávidos consumidores de prefabricados (desde los alimentos a las formas de pensar o a los convencionales cánones de belleza corporal), quiero reivindicar ese palmo del mundo que tenemos la posibilidad de afirmar o de crear, y que facilita que nos encontremos con nosotros mismos y con los demás. Tal vez no sea tan difícil. Basta con guardar el móvil en un cajón y darse una vuelta por el campo, abrir bien todos los sentidos y redescubrir una realidad recién amanecida, como estrenada por nosotros. Quizás pocas cosas haya más revolucionarias en nuestros días que una mirada fresca y desprejuiciada. Deleitarnos con el paisaje y su variedad de líneas y superposiciones: árboles y cerros, arbustos y caminos, rocas y ríos; un espectáculo inagotable, pues con cada mirada aparece completamente distinto. Tocar con la palma de la mano el tronco de una encina y sentirla como un ser vivo y vigoroso que crece desde sus raíces, y luego pararse a apreciar la elasticidad y el callado movimiento de sus ramas, o el latido de la savia que circula por sus venas.
No es necesario escalar altas montañas; basta con rozar con las yemas de los dedos el cáliz de una flor, agacharse para ver cómo se afanan las hormigas en un hormiguero, o asombrarse ante la simetría de un hongo, la regularidad secreta de una planta o la oculta arquitectura de un fruto. Tesoros que generalmente no vemos porque nos hemos habituado tanto a ellos que permanecen escondidos tras la máscara de la costumbre. En alguno de esos raros momentos extraordinarios en los que nos hallamos en estado de gracia y todo nos parece en su sitio, podemos quedarnos arrobados escuchando el canto de un jilguero. Los monjes de Leyre cuentan cómo el abad Virila, en uno de sus paseos por el bosque, se quedó embobado durante unos instantes con el trino de un pajarillo, pero cuando volvió al monasterio se asombró de no conocer a nadie: habían pasado trescientos años.

Para quien prefiera no salir de su ciudad o de su casa se encuentran también incontables motivos de sorpresa y admiración. Son placeres sencillos: el tulipán que brota en una maceta; la alegría de mi perro en el parque; la sinuosidad de las montañas azuladas que se divisan a lo lejos desde el balcón; la sosegada luz de una mañana invernal de domingo; mas también el bullicio de los niños jugando en la calle, la belleza de las arrugas de un anciano, el bizcocho que he hecho con mis propias manos, una sobremesa dilatada con familiares y amigos o la percepción de nuestra propia respiración.
Tenemos la realidad ante nuestros ojos y no la vemos. La inmediatez de esa falsa actualidad que invade nuestra vida cotidiana y de la que somos rehenes nos impide cultivar la paciencia, virtud necesaria para escuchar y mirar, para pensar y sentir. No son los árboles sino la actualidad de «lo que pasa en el mundo» lo que nos impide ver el bosque.
Verdaderamente uno ya se cansa de oír hablar a todas horas de la llamada Inteligencia Artificial y de cómo va a cambiarnos el mundo. Pero yo tengo que decir lo que mi buen amigo, el filósofo Manuel Pérez Cornejo, que «para mí la IA tiene cada vez más importancia: me hace sentir lo importante que es mi inteligencia». Lo mismo puede decirse del inmenso almacén de datos de Google: me hace apreciar cada vez más mi memoria. La espectacularidad de las experiencias «inmersivas» surte el mismo efecto, pues me hace desear la belleza de las pequeñas cosas. ¿No es mil veces más hermoso contemplar un almendro en flor con el fondo de la panorámica de Toledo, que un grandioso espectáculo de luz y sonido desde el Valle?
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