Carolina acabó entre cemento, cal y fauces de perros
La Guardia Civil sigue buscando entre rehalas de caza los restos de la mujer descuartizada por su pareja en Cifuentes

«Jose, ¿nos vas a decir dónde está Carolina? Tú sabes que no se fue y nosotros también. Nos has mentido» . Esas fueron más o menos las palabras de los agentes a José Miguel Batanero la madrugada del 23 de octubre en los calabozos después de presentarse en su casa de Cifuentes (Guadalajara) y ponerle los grilletes.
Cinco días antes, la trabajadora social de esa pequeña localidad en la que todos se saludan por la calle había acudido al puesto de la Guardia Civil y había presentado una denuncia por la desaparición de Carolina Calderón, una joven peruana, madre de tres hijos y embarazada del cuarto, que convivía con Batanero hacía menos de un año, en el piso superior de la carnicería que este regentaba. Desde el 30 de septiembre nadie la había visto; tampoco nadie parecía haberla echado de menos. Sus tres hijos de 15, 9 y 7 años no estaban ya en la casa del sospechoso y eso también lo sabía la Guardia Civil.
Batanero no tardó en confesar y con la mayor naturalidad empezó a desgranar ante los agentes una secuencia criminal que les removió las entrañas. Contó que el 30 de septiembre, mientras los hijos de su pareja estaban en el colegio, Carolina y él mantuvieron una violenta discusión. La zarandeó y la empujó; la mujer se golpeó la cabeza contra la mesilla de noche, él se asustó y decidió deshacerse del cadáver.
La descuartizó, la metió en el camión frigorífico en el que repartía la carne a toda la comarca y condujo hasta un cañaveral del pueblo de Riba de Saelices; allí se deshizo del cadáver, en un muladar al que van a parar restos de animales.
En el camión frigorífico
Los guardias se pasaron las siguientes 48 horas desbrozando maleza y revisando tanto el muladar como las buitreras contiguas a las que se arrojan despojos para alimentar a las aves carroñeras, pero no hallaron ni rastro de la mujer. Los perros especializados en la búsqueda de cadáveres ni se inmutaron. Mientras, el carnicero, permanecía tranquilo y ajeno al espanto. «A ver cuándo me puedo marchar a mi casa, que tengo mucho trabajo y muchos encargos pendientes», soltaba de vez en cuando ante la estupefacción de los agentes.
Cuando concluyeron que el detenido no decía la verdad, volvieron a los calabozos. «Jose, nos estás mintiendo de nuevo y esos niños tienen derecho a enterrar a su madre» , le dijeron. Batanero, sin perder la compostura, confesó otra vez. Un relato aún más estremecedor que el primero. Era cierto que había intentado deshacerse del cuerpo en el monte de Riba de Saelices, pero había gente y se asustó. Condujo de vuelta a Cifuentes, dejó toda la noche el cadáver en el camión frigorífico, cenó con los niños y cuando se fueron al colegio empezó a trabajar en la carnicería.
La metió en la picadora
Como si se tratara de un animal más, despiezó a su pareja e introdujo parte del cuerpo en la picadora de carne. Solo conservó intacto el tronco, con la criatura que Carolina llevaba en las entrañas —«probablemente para no ver al niño»—, aventuran fuentes de la investigación. A continuación, se trasladó hasta una finca que tiene la familia a las afueras del pueblo y que un tío suyo usa como escombrera temporal. Allí cavó un agujero, enterró el tronco y lo cubrió con cal y cemento; una capa delgada de unos diez centímetros, que los agentes le obligaron a destapar.
No daban crédito; algunos de los guardias conocían al presunto asesino y a su familia, que han regentado la carnicería de Cifuentes durante varias generaciones. Batanero, soltero empedernido, tenía fama de ser un hombre tranquilo, que parecía haber encontrado una familia con Carolina y sus hijos y esa prole estaba a punto de ampliarse (la víctima estaba embarazada de siete meses).
Pero el macabro relato no había hecho más que empezar. Cuando le preguntaron dónde estaba el resto del cuerpo, José, con la misma calma, explicó que había vendido los restos troceados a sus clientes habituales, cazadores que le compran carne para alimentar a sus rehalas de perros, muy extendidas en esa zona de Guadalajara. Los había repartido en bolsas de hasta 500 kilos de peso y dos semanas después la Guardia Civil continúa con las gestiones porque aún no ha podido encontrarlos.
La investigación de la Policía Judicial de la Guardia Civil de Sigüenza y de la Comandancia de Guadalajara ha sido brillante . Sin la celeridad con la que se actuó probablemente nunca se hubiera descubierto el crimen. José Batanero, en prisión sin fianza, tomó medidas, burdas aunque eficaces, para mantener su farsa y el silencio que pareció instalarse en torno a la desaparición de Carolina.
Llamó al padre de los niños
La mató el 30 de septiembre, pero en los días posteriores, mientras seguía trabajando en su carnicería, cuidando a los hijos de la víctima y diciendo que ella le había abandonado , sacó dinero con la tarjeta de crédito de Carolina en tres sucursales distintas fuera de la provincia.
Desde el móvil de la mujer envió «sms» al suyo y escribió, suplantando a su pareja, que estaba en las islas griegas; lo hizo desde el mismo pueblo. Además llamó al padre de los niños, peruano como Carolina y que tenía una orden de alejamiento por maltratar a la víctima, para que se los llevara contándole que ella lo había abandonado. Los agentes tardaron solo cinco días, tras la denuncia de Bienestar Social, en poner patas arriba su mentira. De pasada, contó a los investigadores que ella lo estaba arruinando aunque insistió en que la muerte fue un accidente. Descuartizó a su mujer y a su hijo porque no se le ocurrió otra forma de hacerlo.
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