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Sangre con sida en el trampolín: la azarosa vida deportiva y personal de Greg Louganis
El Baúl de los deportes
El accidente del mejor clavadista de la historia que sacudió los Juegos Olímpicos de Seúl 88 y una biografía de éxito, secretos y tormento
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Aunque su realidad supera cualquier ficción moderna imaginable, la vida de Greg Louganis (nacido el 29 de enero de 1960 en San Diego, Estados Unidos) no desentonaría en absoluto en las páginas de mitología griega escritas por Hesíodo u Homero hace 3.000 años. La ... historia de Gregory Efthimios –dos nombres de origen heleno- Louganis es un compendio de fracasos y triunfos, oscuridad y luz, drama y gloria. Es una narración con muchos capítulos y un episodio fundamental datado el 19 de septiembre de 1988, cuando el mejor clavadista de todos los tiempos sufrió un accidente mientras competía en los Juegos Olímpicos de Seúl.
El estadounidense se disponía a ejecutar el noveno de los once saltos de la fase previa desde el trampolín, situado a tres metros sobre la piscina del Complejo Deportivo de la capital de Corea del Sur. Lideraba la clasificación y ejecutó un doble mortal y medio hacia adelante. Estaba en el aire y, de pronto, tras el penúltimo giro, su cabeza impactó contra el borde de la tabla. El cuerpo de Louganis, con las rodillas dobladas, cayó a plomo y se hundió en el agua. La grada enmudeció anhelando su aparición en la superficie.
«Salté y escuché un gran murmullo. Esa es mi percepción de lo ocurrido, creo que mi orgullo resultó más herido que la cabeza», declaró más tarde el californiano.
Su entrenador, Ron O'Brien, y los miembros del equipo corrieron hacia la piscina. Cuando llegaron, el atleta americano ya había emergido por sí mismo y salía del agua por la escalera. Se fue andando hacia el vestuario mientras O'Brien le tocaba la coronilla intentando calibrar la gravedad del golpe. Allí encerrados, pasaban los minutos, crecía la incertidumbre y muchos temieron por la retirada del que era favorito a la medalla de oro. Media hora después, cuando se agotaba el tiempo para realizar el décimo salto, Louganis regresó entre los aplausos y vítores del público y con tres puntos de sutura en la cabeza.
Los mejores saltos
El fatal salto le había costado descender hasta el quinto puesto de la clasificación. No parecían correr peligro ni su pase a la final (entraban 12 de los 35 participantes) ni sus opciones de medalla (en la final partían todos de cero). La única y gran duda era comprobar su estado físico y mental tras el percance.
«Cuando regresé y mientras estaba en la tabla sacudiendo mis piernas y brazos, anunciaron mi nombre. Para mi completa sorpresa, hubo un estruendoso aplauso. Luego, cuando anunciaron el salto, todo se volvió inquietantemente silencioso. Podías sentir la tensión en el pabellón y yo estaba aterrorizado. Todavía no había descubierto qué había hecho mal en el último salto, y ahí estaba, a punto de realizar un nuevo intento que, de nuevo, pondría mi cabeza a centímetros de la tabla».
«La tensión se rompió cuando vieron que yo estaba más nervioso y asustado que ellos. Sus ánimos y sonrisas me ayudaron a relajarme. Me di cuenta del apoyo que tenía. Comprendí que los espectadores querían que hiciera un buen salto». Y así lo hizo. Louganis resolvió la cuestión con la maestría de los genios: dibujó un espectacular mortal y medio con tres tirabuzones y medio cuya puntuación fue la mejor de la jornada. Y al día siguiente, en la final, se colgó la medalla de oro con una actuación memorable en la que realizó dos de los saltos más difíciles del programa y, cómo no, también repitió con precisa y preciosa ejecución el mismo doble mortal y medio en el que había chocado contra el trampolín.
La leve herida y la venda a modo de curiosa tonsura monjil en su coronilla han quedado como imágenes curiosas en la historia olímpica. Donde se produjo el verdadero desgarro fue en el interior de Louganis. En su cabeza y en su alma. Él mismo enseñó esas y todas sus heridas íntimas años después en un libro autobiográfico escrito al alimón con el ensayista Eric Marcus. Su título, 'Breaking the surface (Saliendo -o asomando- a la superficie)', juega con el momento en el que Louganis emergió del agua tras el accidente de Seúl y con los detalles más íntimos de su vida, desvelados a lo largo de más de 300 páginas. Fue publicado en 1995, la primera edición se agotó en menos de una hora y estuvo cinco semanas seguidas en el número uno de la lista de libros más vendidos.
Volviendo a 1988, una tormenta interna sacudía a Louganis en aquel vestuario del Complejo Deportivo coreano. Lo de menos era el golpe, afortunadamente mucho más leve que otro que había sufrido en 1979 y que le dejó inconsciente durante 20 minutos. Pero tenía dudas sobre su continuidad en el torneo olímpico.
«No tienes que volver. Tienes un récord increíble. Decidas lo que decidas, te respaldaré al 100%», le dijo su entrenador. «Pero hemos trabajado muy duro para llegar hasta aquí, no quiero rendirme sin pelear», replicó Greg. «Bueno, los jugadores de hockey reciben un golpe en la cara con un disco, les dan treinta puntos de sutura y luego salen y juegan el resto del partido. Tú solo tienes tres puntos y únicamente te faltan dos saltos», argumentó O'Brien. Ambos se rieron y el preparador añadió: «Greg, esto ha sido un simple accidente, así que vuelve y súbete al trampolín como si nunca hubiera pasado. Si no crees en ti mismo, créeme a mí».
Sentencia de muerte
Ya está contado que volvió y venció, pero su verdadera inquietud no era la deportiva. Lo que le quemaba por dentro era el resultado de un análisis médico realizado meses antes en secreto. A comienzos de 1988, Greg Louganis supo que era portador del virus de inmunodeficiencia humana, el VIH, noticia aterradora en una época donde el sida, enfermedad derivada de dicho virus, provocó numerosas muertes.
Greg es homosexual. Y ese fue su otro gran secreto hasta la publicación del libro. O, para ser exactos, era un secreto a medias. Más que ocultarlo, no quiso hacerlo público. Lo sabían quienes formaban parte de sus diferentes círculos personales –familia, entrenador y amigos-, lo sospechaban algunos competidores y miembros del entorno deportivo y, además, se le conocían varias relaciones amorosas.
Kevin, un antiguo novio, le había escrito en 1987 anunciándole que tenía VIH y recomendándole que él también se hiciera la prueba. En plena recta final hacia Seúl, no le hizo caso. Poco después, su entonces pareja, Jim Babbit, empezó a sufrir problemas respiratorios y le brotaron ampollas (herpes zóster) por todo el cuerpo. Babbit tuvo que ir al hospital, donde confirmaron que era seropositivo. Louganis se estaba entrenando en Florida, pero ya no pudo obviarlo más. Se hizo la prueba médica, con idéntico y fatal resultado.
Así lo recuerda el californiano en el documental 'Thicker Than Water (Más espeso que el agua)' producido en 2015 por la cadena de televisión ESPN: «Escuchas un zumbido y no entiendes todo lo que te dicen. Tenía miedo porque veía morir a gente a mi alrededor. Pensé: 'Dios mío, se acabó'. En el momento en que me lo diagnosticaron pensábamos en el VIH como en una sentencia de muerte. Fue seis meses antes de los Juegos Olímpicos y pensé: 'Bueno, voy a hacer las maletas, volver a casa, encerrarme y esperar a morir'».
Semanas después, Louganis decide compartir el peso de semejante losa moral con el que ha sido mucho más que su entrenador. Ron O'Brien escucha la confesión de su pupilo en la habitación de un hotel de Washington y, lejos de escandalizarse, le tranquiliza: «Afrontaremos esto juntos». Se abrazaron y decidieron mantenerlo oculto.
«Greg no quería que nadie más lo supiera porque temía no poder entrar en Corea del Sur y que no se le permitiera competir -dice O'Brien en 'Thicker Than Water'- Creo que si el Comité Olímpico hubiera descubierto que era seropositivo, le habrían apartado del equipo. Si fuera un deporte de contacto, yo mismo le habría dicho que no podía ir e incluso lo habría denunciado. Pero en el salto no tienes ningún contacto con tus rivales».
Fue todo eso lo que le rondaba a Louganis tras impactar con el trampolín en Seúl. «Estaba aturdido. Lo que estaba pasando por mi mente en ese momento era: '¿Cuál es mi responsabilidad? ¿Digo algo?' Quería decirlo, pero no era una opción. Sabía que estaba en un país donde probablemente me deportarían de inmediato. Entonces no podría terminar lo que había comenzado. Estaba aterrado», cuenta en su autobiografía.
Y luego estaban las dudas sobre el presunto riesgo sanitario. El clavadista americano desconocía cuánta sangre había derramado en la piscina tras la caída y, además, cayó en la cuenta de que el médico que le atendió y curó la herida, su compatriota Jim Puffer, lo había hecho sin ponerse guantes en las manos.
Jérôme Nalliod, clavadista francés, también competía en aquella tanda eliminatoria de los Juegos celebrados hace 34 años en Seúl. «Me tocaba saltar poco después de él. Cuando se golpeó la cabeza, yo estaba en el jacuzzi preparándome para mi salto. Obviamente, lo estaba observando porque, bueno, era Louganis, y ese solía ser su mejor salto. Salió del agua y se sujetó la cabeza. Louganis inmediatamente se cubrió la herida y se dirigió a la zona donde estábamos todos reunidos debajo de las gradas», rememora en un reportaje realizado por Eurosport.
«En ese momento, obviamente no sabía que era VIH positivo. Jesús Mena (saltador mexicano) y yo fuimos a limpiar el trampolín y, como siempre, íbamos descalzos. Yo tenía algunos rasguños en los pies, así que cuando salió su biografía, lo primero que hice fue una prueba del VIH –añade Nalliod-. Mirando hacia atrás me doy cuenta de que debió ser terrible para él pensar que tal vez se había arriesgado a infectar a la gente sin poder decir nada. Tuvo que ser muy difícil de manejar para él. Entre saltadores con los que he hablado del tema hemos llegado a la conclusión de lo delicada que fue la situación».
Cinco medallas olímpicas
En 1989 Louganis decide retirarse. Acumula, entre otros galardones, cuatro medallas olímpicas de oro (dos en Los Ángeles 1984 y dos en Seúl 1988), una de plata (Montreal 1976) y cinco títulos de campeón del mundo. Quería centrarse en su salud y en su futuro, pero la vida volvió a golpearle mucho más fuerte que el trampolín de Seúl.
En este caso, quien le atizó, figurada e incluso literalmente en alguna ocasión, fue Jim Babbit, su pareja y su representante. Bajo el techo de la espectacular casa que compartían en Malibú, Babbit abusó física y mentalmente de Greg. Además, se ausentaba a menudo, le era infiel y en una ocasión le violó a punta de cuchillo.
De puertas afuera, Babbit se hizo con un poder notarial para manejarse a su antojo y, en lugar de velar por los intereses económicos de su representado y fulgurante estrella deportiva, se dedicó a estafarle y a dilapidar cerca del 80 por ciento de las ganancias. Tras anunciar su retirada, Louganis lo descubrió todo. Babbit, lejos de arrepentirse, le amenazó con desvelar públicamente su condición de gay y seropositivo. Greg le denunció y logró una orden de alejamiento. Un año más tarde, Babbit, enfermo de sida, falleció.
Sin retos deportivos y obsesionado a todas horas con el VIH, en 1993 Louganis había perdido mucho peso y creyó atisbar que se acercaba el final. Un amigo común le presentó a Eric Marcus, y decidió que antes de morir quería contar su historia. Durante las más de sesenta horas de entrevistas que mantuvieron, Marcus escuchó estupefacto el relato de una vida que pocos guionistas podrían imaginar.
Intentos de suicidio
Así, antes de lo ya relatado, Greg fue acogido en casa de Peter y Francis Louganis cuando era un bebé (nueve meses). Había sido entregado en adopción por sus padres biológicos, dos adolescentes de 15 años, samoano él y sueca ella. Con sus nuevas madre y hermana -también adoptada- mantuvo una relación familiar normal. Su padre, más estricto y distante, le exigió mucho, lo que provocó numerosos encuentros y desencuentros.
Peor le fue en el colegio y el instituto. Sufrió acoso debido a su oscuro color de piel y a su dislexia. Le llamaban «negro» y «retrasado» y fue agredido a menudo. Tras intentar refugiarse en la danza, la gimnasia y el teatro, le tildaron de afeminado. Flirteó con el alcohol y la marihuana y todo ese cóctel desembocó en tres intentos de suicidio. Afortunadamente, en su casa había una pequeña piscina con trampolín. El joven Greg fusionó las dotes de equilibrio, ritmo y coordinación aprendidas en la danza y la cama elástica, aplicándolas con maestría a las zambullidas que ejecutaba en el jardín.
Sammy Lee, su descubridor y primer entrenador, lo define así en el documental 'Back on board (De vuelta a bordo)', producido por HBO en 2014: «Era caballo ganador, tenía esa habilidad que solo tienen los elegidos». Ron O'Brien, el entrenador que le acompañó en su triunfal carrera, añade: «Era capaz de crear la ilusión de que lo que hace no requiere esfuerzo en absoluto».
Lee comenzó a entrenar a Louganis en 1974 pensando en los Juegos Olímpicos de Montreal 1976. Era un chaval de 16 años y se clasificó para las dos finales. Acabó sexto en trampolín, pero en la plataforma –situada a 10 metros sobre el agua- hizo sudar al gran favorito, el mito italiano Klaus Dibiasi, quien finalmente logró su tercer título olímpico. Greg quedó segundo, pero no pudo ocultar su decepción. Dibiasi, impresionado con el descaro y la ambición de aquel joven, se acercó y le pronosticó: «Tranquilo, en cuatro años serás tú el que estarás aquí»
No pudo ser. El boicot de Estados Unidos a los Juegos de Moscú 1980 imposibilitó la participación de los atletas norteamericanos, así que Louganis tuvo que esperar ocho largos años. Eso sí, tuvo al menos la satisfacción de coronarse como rey absoluto de los saltos en casa y ante los suyos, en los Juegos Olímpicos de Los Ángeles 1984. Alargó su reinado hasta Seúl 88 y después decidió abdicar y dejar paso a los emergentes atletas chinos.
Desde entonces, Louganis se ha dedicado, entre otras actividades, a ser mentor del equipo olímpico estadounidense, actor, activista del movimiento LGTB -«ojalá mi historia motive a las personas con VIH a ser responsables y a comprender que la vida aún no ha terminado, que el VIH y el sida no son una sentencia de muerte»- o comentarista en medios de comunicación.
Y, por encima de todo, sigue vivo.
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