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SAN ISIDRO

Heroico Ureña en la gran victorinada de la Corrida de la Prensa

El torero de Lorca corta la única oreja y da una lección de épica en una imponente y emocionantísima corrida en la que Emilio de Justo no conectó como no hace tanto con su plaza y se fue de vacío con un soberbio lote

El Rey en el centenario de la Oreja de Oro

Paco Ureña, prendido por la chaquetilla por el primer toro, con la estocada ya en lo alto PLAZA 1
Rosario Pérez

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Si la Prensa es la artillería de la libertad, la corrida de Victorino llegó con las armas bien colocadas y la munición de la casta. Una señora corrida de toros y una señora Corrida de la Prensa. «¡Enhorabuena, ganadero!», gritaban mientras el criador ... de bravo sonreía. Hasta el diente de oro del Paleto de Galapagar se adivinaba bajo las nubes negras. Fue la tarde de las grandes emociones, con los últimos héroes de este siglo batiéndose el cobre con toros que vendieron cara su vida. Porque la casta nunca sale barata. Fe de ello daba Paco Ureña, el titán que volvió a nacer. Literalmente y sin literaturas. Tremenda la cogida que sufrió con Playero, un animal andarín, que no quería nada por arriba y se revolvía en los de pecho. Latín sabía este cárdeno, que se tragaba dos muletazos pero al tercero se quedaba y, ¡zas!, no perdonó al de Lorca. Lo malo no fue cómo lo prendió, sino cómo los pitones querían afeitarle la barba y la cabellera al torero, que se cubría la cara con las manos mientras sentía el aliento del toro. Por todos lados lo pisoteó, hasta que una pezuña hundió los 529 kilos de Playero sobre la frente del murciano. Grogui se incorporó, totalmente desmadejado por la paliza y con un bulto como una pelota de tenis encima del ojo izquierdo -aquel cuya visión perdió en Albacete-. Lejos de amilanarse, Ureña, épico en la dureza de pedernal, ofreció todo mientras la alimaña se quedaba cada vez más corta y sin humillar por el zurdo. En tensión se hallaban los tendidos por la gesta, que no sólo se hacía, sino que sucedía de verdad. A morir se tiró a matar. Frente al 6. Con el corazón de la Monumental encogido y el del torero entregado. Por el pecho lo prendió. Como para destrozarlo. Coreaban «¡torero, torero!» mientras ondeaban los pañuelos. Pero el palco no tuvo la sensibilidad suficiente para conceder la oreja al torero descalzo, con la chaquetilla desgajada, el cuerpo quebrado y el valor intacto.

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