Mario Vargas Llosa, disidente de sí mismo
La valentía de Vargas Llosa fue ejemplar para otros escritores hispanoamericanos. Nos mostró que, tanto en política como en literatura, lo más honesto es dudar
Muere Mario Vargas Llosa a los 89 años, un premio Nobel de Literatura con una vida de novela

A mediados de los setenta muchos intelectuales de izquierda se sorprendieron por el distanciamiento de Vargas Llosa del socialismo revolucionario. Y luego se escandalizaron por su conversión al liberalismo. Esa sorpresa y ese escándalo habrían sido menores si antes hubieran leído, sin ... anteojeras ideológicas, su obra.
Ya en las tres primeras novelas de Vargas Llosa, publicadas en los años sesenta, se traslucía una disparidad entre las ideas marxistas y sartreanas que el joven escritor aún sostenía y la visión de mundo que ofrecía su literatura. Es cierto, 'La ciudad y los perros', 'La Casa Verde' y 'Conversación en La catedral' forman un mural que pinta, entre otras cosas, la injusticia, la opresión y el desaliento en Perú y por analogía en Hispanoamérica. Sin embargo, en este mural falta, notoriamente, el compromiso revolucionario que caracterizó –por ejemplo y para seguir con la metáfora– al muralismo mexicano. Al contrario, con su forma experimental e intrincada esas novelas multiplican los puntos de vista pluralizando el discurso narrativo. La neutralidad del narrador impide sacar conclusiones moralizadoras y menos aún movilizadoras. Lejos de cualquier determinismo histórico, esas obras realistas muestran la confusión del mundo y la insuficiencia de las ilusiones con las que pretendemos ordenarlo. El joven que escribió esas novelas era, acaso sin saberlo, un disidente de sus propias ideas.
Al final de 'La ciudad y los perros' los muchachos protagonistas, el Jaguar y el Poeta, maduran relativizando sus idealismos: el código de valentía machista y los sueños románticos del artista. Para ambos, ser adultos significará aceptar una libertad realista, es decir, limitada por la sociedad y por el peso de sus primeros fracasos. Esa transacción se amplía en 'Conversación en La catedral' que critica tanto a la dictadura de Odría como a los revolucionarios novatos y a los rebeldes maduros. El complejo coro de voces entrelazadas no se armoniza en un «mensaje». El solista y gran solitario en ese coro, Zavalita, cuestiona y refuta a los demás personajes con sus sempiternas dudas.
Zavalita padece de una conciencia crítica de sí mismo y del mundo que lo rodea («¿En qué momento se había jodido el Perú?»). Niega los valores burgueses de su familia y descree de la pureza del pueblo («En San Marcos, los cholos se parecían horriblemente a los niñitos bien»). Recela del comunismo que abrazan sus amigos en la universidad, del periodismo que será su profesión, del amor romántico. Desconfía de las ideas en boga. Cree que es más honrado dudar que aceptar algo dudoso sólo porque lo afirme un sabio o una mayoría.
Durante la década de los setenta Vargas Llosa siguió el camino de Zavalita. Abjuró de los socialismos revolucionarios y buscó un ideario que empleara la duda como método. En ese proceso descubrió a pensadores liberales como Karl Popper e Isaiah Berlin. Un ensayo de este último fue crucial. En su prólogo a una edición española de 'El erizo y la zorra' (1982), Vargas Llosa confesó: «Leyendo a Isaiah Berlin he visto con claridad algo que intuía de manera confusa. […] Que la injusticia social fuera el precio de la libertad y la dictadura el de la igualdad […] es lastimoso y difícil de aceptar. Sin embargo, más grave que aceptar este terrible dilema del destino humano, es negarse a aceptarlo (jugar al avestruz)».
Isaiah Berlin propuso que intelectuales y escritores pueden ser zorros o erizos. Los zorros serían pluralistas: «su pensamiento es disperso, difuso, actúa a muchos niveles y aprovecha una gran variedad de experiencias […] sin tratar de que encajen en una determinada visión interna unitaria». Los erizos, en cambio, son monistas: acatan una gran ideología que les ayuda a explicarse la vida y el mundo. Berlin sostiene que, a veces, el zorro y el erizo conviven en la misma persona trenzados en eterna lucha. Por ejemplo, «Tolstói era un zorro por inclinación natural, pero creía en ser un erizo».
Tras leer a Berlin Vargas Llosa descubrió que él mismo vivía ese dilema tolstoiano. Sin embargo, en vez de imitar al gran ruso y permanecer en esa dicotomía, el peruano asumió su condición de zorro. Asumió el pluralismo liberal. Aceptó que la variedad de valores e ideas, incompatibles entre sí, es inevitable y legítima. Para evitar que esta incompatibilidad se exprese con violencia es preferible pactar soluciones moderadas y graduales. El verdadero heroísmo consiste en admitir nuestra falibilidad.
Vargas Llosa osó ir contra una ideología mayoritaria en la cultura de su época y que aún cuenta con muchos adeptos. Lo hizo para ser coherente con el disidente que descubrió en sí mismo y para ser consecuente con su ética de novelista. Desde sus novelas iniciales Vargas Llosa adhirió a la escuela narrativa flaubertiana, objetiva e imparcial. Esa escuela es más congruente con el liberalismo encontrado después que con el marxismo revolucionario o el compromiso sartreano. Vargas Llosa resolvió esa discrepancia escuchando a los protagonistas atormentados y honrados que protagonizan sus obras. Permaneció fiel al mediocre pero honesto Zavalita, aunque eso decepcionara a los mandarines intelectuales de ese tiempo y a sus burdos epígonos de ahora. Esa es la consecuencia que cabe pedirle a un artista: que su mirada decida sus ideas. No a la inversa.
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La valentía de Vargas Llosa fue ejemplar para otros escritores hispanoamericanos. Nos animó a abandonar las cajas de resonancia que uniforman nuestros ambientes culturales. Nos mostró que, tanto en política como en literatura, lo más honesto es dudar. En estos tiempos de posverdades virales disentir, incluso de uno mismo, será cada vez más indispensable.
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