Los verdugos de escritorio de Ana Frank
Tres antiguos miembros de las SS fueron juzgados en 1967 por el exterminio de unos 95.000 judíos holandeses que fueron enviados a los campos de concentración alemanes

- Compartir
El epílogo de los estremecedores Diarios de Ana Frank se escribió veinte años después en el Palacio de Justicia de Munich, con el juicio a tres antiguos funcionarios nazis acusados del exterminio de unos 95.000 judíos holandeses que fueron enviados a los campos de concentración alemanes. Entre ellos se encontraba la adolescente cuyo relato de tristeza y angustia se haría mundialmente famoso al término de la Segunda Guerra Mundial. Ana fue deportada a Bergen-Belsen, donde murió el 12 de marzo de 1945. Su padre, Otto Frank, uno de los 6.000 hebreos holandeses que salvó la vida, figuraba entre los acusadores privados en el proceso.
En el banquillo de los acusados se sentaron en 1967 dos hombres y una mujer.
«El más viejo es Wilhelm Harster, de 62 años, general de las SS y jefe de la Policía política durante la ocupación de Holanda. Es un inválido que necesita el bastón para compensar una anquilosis de la cadera», describió desde Bonn el corresponsal Alfonso Barra. Abogado de profesión, Harster había sido condenado por la justicia holandesa a doce años de prisión en 1947, pero cumplió el octavo recuperó la libertad y el Gobierno de Baviera le dio un empleo relacionado con la enseñanza.
Wilhelm Zoepf, de 58 años, también abogado, había llegado a ser comandante de las SS. Destinado a Holanda, se encargó del Departamento de Asuntos Judíos bajo las órdenes de Harster y estuvo en contacto con el departamento de Adolf Eichmann, el arquitecto del Holocausto. Según refirió Barra, tenía entre sus misiones «la persecución y captura de los holandeses de sangre proscrita».
La mujer que se sentó junto a ellos en el banquillo fue Gertrude Slottke, de 64 años, secretaria particular de Zoepf. Miembro del partido nacionalsocialista desde 1933, fue destinada a Holanda en 1941 para trabajar en la oficina de la Policía Secreta y al poco tiempo pasó al departamento de Zoepf. Compareció ante el tribunal con un traje negro de chaqueta y un corte de pelo vanguardista y se mostró tímida y sorprendida ante los fotógrafos.

«Ninguno de los tres acusados -escribió Barra- encaja dentro de esa figura de delito, creada por la justicia del bando victorioso, llamada crímenes de guerra. Pertenecen a esa minoría de diez mil alemanes con una idea concreta de la política de exterminio decretado por Hitler contra los judíos Los tres eran piezas en el engranaje dedicado a eliminar los vestigios de esa raza y realizaban la tarea lejos de la guerra, sin contacto alguno con las fuerzas de primera línea y con la meticulosidad de una operación planificada científicamente. Los tres pertenecían a esa 'elite' llamada 'schreibtisch morder', 'asesinos de escritorio', que alimentaban burocráticamente la máquina del crimen».
El fiscal mantuvo que Harster fue cómplice en la deportación y el asesinato de 82.856 judíos, Zoepf respondió por los mismos hechos que costaron la vida a 55.382 judíos y Slottke, como cómplice en el exterminio de 54.982 personas.
Durante el juicio, Harster fue preguntado por sus ideas sobre el antisemitismo, veinte años después, y el antiguo jefe de los sericios de la Policía nazi en Holanda declaró: «No se debe permitir que eso suceda otra vez. La eliminación de la minoría judía planteó unas condiciones caóticas».
La máquina criminal
En un informe firmado por Harster que había llegado a manos de la Justicia se decía: «De los 140.000 judíos que según los censos habitaban en Holanda, el número 100.000 acaba de ser exterminado gracias a una 'razzia' emprendida el 20 de junio de 1943 en Amsterdam. En la operación fueron descubiertos 5.500 judíos».
Para el corresponsal de ABC, eran cifras dignas de cerrar el libro de Ana Frank. La Historia no había dado otro ejemplo de liquidaciones secretas y metódicas como las emprendidas entre 1940 y 1945, decía Barra. «Nunca había existido una máquina criminal con un aparato administrativo que seleccionaba a las víctimas. Los funcionarios diligenciaban los documentos, trazaban el itinerario y facilitaban los medios de transporte. La vileza humana no llegó jamás a las cimas que escalaron los verdugos de Ana Frank».
Harster fue condenado a quince años de prisión; Zoepf, a nueve años de cárcel; y Slottke, a cinco.