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11-S: una década de relatos en la literatura norteamericana

Los atentados del 11-S, que ahora cumple su décimo aniversario, cambiaron la forma de entender el mundo. Poco a poco, la literatura ha abierto sus páginas a este nuevo Apocalipsis

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Rodrigo Fresán

Cuando, en 2006, el escritor Jay McInerney presentó su novela The Good Life, tuvo que soportar, copa en mano, el asedio del siempre belicoso Norman Mailer , quien le reprochó no haber esperado diez años antes de meterse con ese tema. Según Mailer –que no llegó a cumplir el plazo de prohibición–, t oda tragedia de no ficción necesitaba, como mínimo, una década para madurar y asumirse como ficción . McInerney, claro, no había esperado para presentar su versión del asunto envuelto en un romance entre millonario y plebeya de perfume casi fitzgeraldiano.

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Pero no fue el único. Ni el más adelantado. Uno de los grandes nombres en asumir el desafío fue John Updike . Primero con el magnífico relato «Varieties of Religious Experience», de 2002, recopilado en el póstumo My Father’s Tears (2009) y, en su momento, rechazado por The New Yorker por considerarlo demasiado risqué; y después con la magnífica novela Terrorista (2006). Uno y otra se ocupaban –lateral y directamente– del mismo tema: cómo se forma o deforma un apocalíptico fundamentalista y el modo en que las petrificadas víctimas reaccionan al horror de sus acciones. Paradójicamente, The New Yorker no tuvo problema alguno, casi tres años después del veto a Updike, en aceptar «Los últimos días de Mohamed Atta», cuento de Martin Amis –incluido en El segundo avión (2008)–, como parte de una edición especial sobre viajes y turismo. Amis ya había rozado el espanto en cuestión –desde la otra orilla– en su Perro callejero (2003), al igual que su colega y amigo Ian McEwan en Sábado (2006).

El fuego y el estruendo

Ahora, mirando atrás, con talento u oportunismo, casi no hay novela neoyorquina donde no se pase junto al agujero negro de la Zona Cero . Y son varias, entre muchas, las nobles ficciones que se han nutrido de su materia oscura. Inmensas formas breves, como las detonadas por Deborah Eisenberg («El crepúsculo de los superhéroes, con sus protagonistas adictos al cómic y a la onomatopeya CRASH!BOOM!BANG!»), Patrick McGrath («Zona Cero», diagnosticando las patologías del superviviente), Rick Moody (la post-paranoica «The Albertine Notes»), Stephen King (la fantasmagoría redentora de «Las cosas que dejaron atrás»), o «The Mutants», de Joyce Carol Oates (con una mujer atrapada en su piso).

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La efeméride, entonces, como eficaz telón de fondo para tramas en las que no hay peor/mejor día y lugar mejor/peor donde y cuando hacer desaparecer a un personaje. En Mundo espejo, de William Gibson (2003); Brooklyn Follies, de Paul Auster (2005); El tercer hermano, de Nick McDonnell (2005); The Good Priest’s Son, de Reynolds Price (2005); The Writing on the Wall, de Lynne Sharon Schwartz (2005); The Zero, de Jess Walter (2006); Los hijos del emperador, de Claire Messud (2006); Chronic City, de Jonathan Lethem (2009); Netherland, de Joseph O’Neill (2009); Al pie de la escalera, de Lorrie Moore (2009); Que el vasto mundo siga girando, de Colum McCann (2009); Libertad, de Jonathan Franzen (2010), o An Object of Beauty, de Steve Martin (2010), la caída de las torres funciona como suerte de deus ex machina arquitectónico, entropía utópica o destino a alcanzar.

Disipados el fuego, el estruendo, las nubes de polvo, los gritos y la resaca de lo histórico y lo histérico, todo ha cambiado, ya nada volverá a ser igual . Y hay espacio para todos los humores: el luminoso y epifánico y casi mágico realista de la un tanto desagradable Tan fuerte, tan cerca, de Jonathan Safran Foer (2005), y el negrísimo y bestial de la arriesgadísima y desopilante Un trastorno propio de este país , de Ken Kalfus (2006). Allí, un matrimonio en guerra contra el terror del fin del amor suspira feliz en privado (y se lamenta en público) por la hipotética y tan deseada muerte del otro, en un rascacielos doble o en uno de esos aviones, o en donde sea.

Antes que ninguno

Pero si hay que elegir al patriarca de la cuestión –el hombre que supo lo que se nos venía encima diez años antes de aquel día monstruoso–, ese alguien es, sin duda, Don DeLillo . Paradójicamente, DeLillo fue uno de los últimos en subirse al carro con su un tanto fallida El hombre del salto (2007). El motivo, tal vez, sea la fatiga de materiales de quien lo supo antes que ninguno. En ese libro, DeLillo nos hace oír la siguiente conversación: «¿Qué sucederá después de esto?», pregunta alguien. « Nada sucederá después. No hay después. Esto fue el después . Hace ocho años pusieron una bomba en una de las torres. Nadie dijo entonces qué sucedería después. Esto es el después. El momento para tener miedo es cuando ya no hay razón para tener miedo . Ahora ya es demasiado tarde.»

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Una década antes del después, en Mao II (1991), cuando aún había tiempo para sentir terror y no terrorismo, DeLillo ya había propuesto la figura del asesino de masas ideológico como sustituto de la figura de los narradores , funcionando como explosivo motor de movimiento constante a la hora de generar ficciones. Y en la portada de la edición original de Submundo (1997), su mágnum opus, nos enviaba la postal turbia de un World Trade Center envuelto en niebla y una última palabra en su última página: «Paz». Algo así como el avance subliminal de aquella película que todos vimos en directo –por la ventana o por la pantalla– aquella radiante mañana del 11 de septiembre, casi diez años antes de que el cuerpo de Osama Bin Laden descendiese a las profundidades del mar, y todo cambiara para siempre. Esa mañana en que John Updike escribió un breve despacho para la sección «The Talk of the Town» de The New Yorker que abría con un «De pronto, convocados a ser testigos de algo inmenso y terrible, continuamos luchando para no reducirlo a nuestra propia pequeñez», y cerraba con «Al día siguiente, regresé al mirador desde el que contemplamos la terrible desaparición de las torres. El sol brillaba en las fachadas de los edificios con vistas al este. Unos pocos botes se movían cautelosamente por el río. Las ruinas continuaban humeando, pero Manhattan era una gloria . El día se nos ofrecía a sí mismo como si nada hubiese ocurrido».

Pero algo ocurrió .

Y la Historia continúa . Y las historias, también.

Guerra .

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